TODOS SOMOS MERCADO
¿Se puede ser juez y parte? Se puede. Hay incluso quien cree que se debe. En este mundo injusto y desequilibrado, hay una mayoría que soporta, lucha, sobrevive (o malvive) y una minoría que impone sus reglas, establece sanciones y juzga. La división de poderes es una falacia en el gobierno global que nos desgobierna.
El Capital es el único poder auténtico que resiste democracias y dictaduras, que se alza triunfante en tiempos de crisis, que se refuerza a golpe de cracks bursátiles, que otorga patentes de eficacia o certifica desastres. Países y gobiernos son en la práctica súbditos de sus designios y su fuerza arrastra como un tsunami a cuántos se oponen.
Por supuesto, el Capital huye del protagonismo. No hay nada menos rentable que la indiscreción. De hecho, aparenta sumisión a la ley y la soberanía de los pueblos, busca conciliarse con la política y ofrecer una imagen de sensatez entre tanta irracionalidad. Los mercados no son entes abstractos, son sensibles y hasta humanos. Todos somos el mercado, dicen los más concienzados defensores de la mercadocracia, despreciando la ignorancia absoluta en la que se encuentra la inmensa mayoría de los pequeños ahorradores.
Precisamente porque es humano y sensible, el Capital reacciona por instinto, aunque éste sea agresivo y ciego. Qué hacer sino defenderse. Todos debemos ser conscientes, porque todos somos mercado, de que hay monedas perversas, gobiernos irreverentes, políticos rebeldes y economías insufribles. Y es entonces cuando la adrenalina financiera se retuerce el colmillo y se lanza a degüello. Siempre en defensa propia, por supuesto. Ellos o el Capital. Ellos o nosotros, aunque el ciudadano común nunca sepa si es uno, otro u ambos. El impavído ahorrador descubre siempre tarde que ha sido víctima o verdugo, porque en las batallas del mercado no hay neutralidad posible. El mercado somos todos.
Todos somos el mercado, pero otros deciden por ti; es la ventaja de la mercadocracia. Dejar en manos ajenas el control de un flujo capaz de poner el mundo patas arriba es demasiada responsabilidad para la saturada conciencia del ciudadano medio, ya hastiado de elecciones, democracias y políticas ineficaces. Se necesitan gestores solventes y fríos, capaces de enderezar al más indisciplinado de los países. Algunos los llaman especuladores por perseguir el noble reto del beneficio. Es el recurso necio de quién no entiende que todos somos mercado. Sólo gestores de esa condición pueden ser indiferentes cuando se desata la cacería. No sirven los escrúpulos si se trata de acorralar, herir y desangrar a la víctima. Conviene, eso sí, lustrarse la conciencia aduciendo que se hace en su propio beneficio.
Grecia, por ejemplo, se habría despeñado en el abismo de no ser por la generosa aunque malentendida actuación de los mercados. Nada mejor que emular al filántropo Georges Soros, antes tachado de especulador por haberse anotado en su revolver las muescas de divisas como la peseta, la lira o la libra esterlina. Su fortuna, generada en nombre del desarrollo, es ahora patrimonio del bien común.
Afortunadamente, el mercado, que somos todos, acredita buena salud. A pesar de sus errores, de los gestores corruptos, de la ambición disfrazada de reparto justo de beneficios, de los cadáveres en el camino, de las miserias impuestas y las sobrevenidas, de los delitos que se presentan como debilidades, el diagnóstico es esperanzador: superada la insufiencia financiera el paciente presenta un excelente estado. Pese a que hace meses se habló de una intervención general, de refundar el capitalismo implantando prótesis trasnochadas de socialdemocracia, de atajar la libre circulación sanguínea que mueve flujos billonarios, ningún equipo médico ha sido capaz de resistir el contagio poderoso y tentador del mercado.
Y ahora su diagnóstico es ya inapelable. Reforzado e intratable, el Capital ha dictado sentencia. Se sabe juez y parte. Crecido con las ayudas públicas tras vampirizar recursos privados, impone tratamientos que hablan de privatizar los beneficios y socializar las pérdidas. Funcionarios, jubilados y trabajadores son los nuevos paganos de una crisis que el Capital provocó. Pero no han de preocuparse: ellos también son mercado. Aunque no lo sepan, algún filántropo con asiento en Mahattan así lo ha decidido. Sólo los demagogos le llamarían especulador.
Javier Juárez
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