LA SOLEDAD DEL NÚMERO PRIMO
Gregorio se despertó sin saber que el mundo había cambiado. Le gustaba levantarse al amanecer, reposar el desayuno, acicalarse con esmero frente al espejo sin descuidar el arreglo diario de su mermada cabellera, y vestir trajes elegantes que ofrecieran la imagen que de él esperaban los demás y que con tanto empeño había mimado: un hombre elegante, tranquilo y serio. Gregorio se veía a sí mismo como el reflejo genuino de su tiempo.
Aquella mañana nada hacía presagiar el derrumbe del que sería testigo. Al salir, le sorprendió que el portero que habituaba a despedirle desde el umbral no saliera a hacerlo. Después encontró cerrado el puesto de prensa donde a diario, fuera invierno o verano, se aprovisionaba de varios periódicos. La mayoría únicamente los ojeaba pero devoraba la prensa económica con pasión de inversor rentista.
Los pasos que le separaban de la cafetería los recorría sin prisa, atento al tráfico. Pero esa mañana nadie circulaba. Una neblina tibia había sustituido el remolino de humo y polvo que envolvía la avenida en la hora punta, y el silencio parecía más estremecedor que el eco de decenas de rumores que siempre resonaban en el inicio del día, en el momento en que la ciudad se sacudía el letargo de la noche y de sus calles brotaba una marea imparable de voces y pasos.
Por primera vez advirtió una sensación de extrañeza. El silencio, la ausencia, la monotonía del vacío en la calle le hizo pararse. A un lado y otro el aspecto era igualmente desolador. Nadie, nada. La extrañeza creció hasta hacerse angustia.
Perplejo, comenzó de nuevo a caminar, los ojos fijos en la vida inerte del asfalto desnudo, en las aceras solitarias, abandonadas a una suerte inquietante. Comenzó a tener miedo. Las preguntas que se hacía no le tranquilizaban porque de cada duda surgía una certeza terrorífica.
Ya no caminaba, andaba en zancadas largas y precipitadas, sin mirar donde pisaba, presa de un arrebato de demencia que se aceleraba con la visión del caos en que se había convertido su mundo. Recurrió al teléfono móvil pero aparecía misteriosamente apagado. ¿Cómo explicarme esto? No dejaba de preguntarse sin dejar de mirar alrededor, sin rumbo fijo, incapaz de orientarse en aquel desierto urbano.
La primera reacción fue deshacerse de su abrigo, incómodo y caluroso, y así poder acelerar sus pasos en un sentido incierto. Se volvía hacia atrás confiando en que alguien apareciera, en que algo confiriera cierto orden y permitiera una mínima esperanza.
Entonces, de repente, se paró. Bajo sus pies se agitaba una hoja de periódico del mismo diario económico que solía leer. Reparó en que el color amarillento del papel se había ennegrecido, como si llevara mucho tiempo revoloteando en el asfalto. Un titular era aún legible: “Las bolsas se hunden, la moneda se desploma y la inversión huye”. Miró atónito la fecha, era la edición del día anterior.
Necesitó releer una y otra vez la información y la fecha. No podía ser. Estaba seguro de que había un equívoco. El día anterior era ayer, y ayer la calle bullía, yo mismo hice este recorrido, compré la prensa, tomé mi café, anduve mi paseo matinal y entré en el banco a la misma hora de todos los días. Y como todos los días, todo era normal.
Decidió dirigirse a la sucursal y comprobar su estado. La puerta estaba cerrada pero él tenía su propia llave. Al menos eso no ha cambiado, pensó aliviado, mientras la cerradura cedía al movimiento de su mano. El vestíbulo estaba desierto pero en orden, incluso impecable, demasiado diáfano y límpido en relación con el desorden provocado por el abandono del exterior. Cerró, y al hacerlo el chasquido del cerrojo resonó en su cerebro, se apoyó sobre el cristal y por primera vez desde que salió a la calle respiró honda, profundamente. No era un suspiro de alivio, sino una necesidad; el desahogo que le permitía aunar fuerzas y superar el temor.
Casa paso sobre el mármol, con su eco rígido, le perseguía como una sombra sonora que se deslizaba con él y marcaba su ritmo. Llegó hasta su despacho, su armario, su mesa, apartó la silla con nerviosismo y vio un pila de periódicos que por el volumen debía acumular las ediciones de varios meses. Refrenó el impulso de tomar el primero a la vista, el último cronológicamente. Levantó la masa de papel y tiró con firmeza del que estaba en la base. Tuvo que sentarse cuando leyó el titular: “Las bolsas se hunden, la moneda se desploma y la inversión huye”. La fecha, en efecto, era la de ayer.
Rastreó aterrado los números siguientes, que pasaban frenéticamente entre sus manos sin que apenas los ojos pudiesen asumir el mensaje primero alarmante y después catastrofista de sus titulares. La ecuación del horror se había cumplido con una progresión infalible. La edición siguiente siempre era más grave y negativa que la anterior. La espiral destructiva había alimentado las expresiones más tremenditas y se había nutrido de los calificativos más demoledores, hasta un extremo en que la realidad se quedó sin palabras que la describiesen. Y entonces cesaron los periódicos. El último era del 13 de agosto, cinco meses después de ayer, del último día en que Gregorio Samsa se había acicalado con esmero, vestido con elegancia, comprado sus diarios y tomado su café antes de una rutinaria jornada de trabajo.
Ya no era temor, ni siquiera pánico, un escalofrío de auténtica angustia recorría el cuerpo fornido de Gregorio, sus ojos completamente agotados, su mente exhausta, su vitalidad consumida por la certeza de sentirse expulsado de toda lógica. Entonces reparó en un sobre depositado sobre el escritorio, cubierto de una capa de polvo que podía ser de ayer, aunque ayer ese sobre no estaba en su mesa, pero que sin comprender cómo ni por qué, sabía que debía estar esperándole desde hacía cinco meses.
Abrió el sobre con los dedos temblorosos, entre la humedad nerviosa provocada por el sudor. De su interior asomó un breve texto manuscrito, de una letra menuda e irregular, escrita con rapidez en trazos ilegibles. Era la suya. Comprobar que era su propia escritura aumentó la desazón: una carta inexistente horas antes, o meses antes considerando los acontecimientos, escrita supuestamente por él, o al menos con su letra, cuyo contenido desconocía, de cuya existencia no sabia nada, sobre la mesa de su despacho, consumió el mínimo aplomo que todavía conservaba. Era un ser desquiciado cuando comenzó a leer.
“Escribo esto sin saber cuándo podré leer ni en qué circunstancias. Si lo hago, si puedo hacerlo, sea cuando sea, significará que no he sucumbido.”
Se recostó contra el respaldo sin entender nada, derrotado por esa experiencia absurda y caótica, carente de lógica, decidido a no moverse y esperar. Definitivamente vencido, sacó la cartera del bolsillo y de ella extrajo un fajo de tarjetas con un membrete en negro: Gregorio Samsa, economista. Las esparció por el suelo con los ojos cerrados.
La puerta se abrió pero no se molestó en mirar. Ni siquiera se inmutó cuando el celador empujó la silla de ruedas y se sintió transportado hacia el mismo vestíbulo diáfano que antes había cruzado. Abrió los ojos y se encontró rodeado de hombres con batas blancas y rostros comprensivos que le miraban con ternura. Reunió fuerzas para formular una pregunta: ¿quiénes sois? Soy su psiquiatra, señor Luque. Yo no soy el señor Luque y usted no es mi psiquiatra, no sé quiénes son ni qué hacen conmigo. El medico simuló un gesto y el celador continuó empujando la silla. Me llamo Gregorio Samsa y esto no tiene sentido, ninguno.
El grupo rodeó al psiquiatra mientras se enfundaba las manos en los bolsillos. Es cierto que es economista, antes era inversor, explicó al resto, pero entró en una fase crítica de esquizofrenia cuando intentó buscar una explicación sensata al comportamiento de la economía y las finanzas. Los demás rieron. Desde entonces está obsesionado con la lógica y el control. Ingresó hace cinco meses, después del último colapso, suyo y de los mercados. Está obsesionado con ser Gregorio Samsa pero se llama Roberto Luque. ¿Quién es Gregorio Samsa? Preguntó uno de ellos. No sé, concluyó mientras veía el cuerpo del paciente desvanecerse al otro lado del ventanal.
Tenga, se le cayó en el despacho, es su libro favorito. Nunca se separa de él. Luque lo cogió y lo depositó sobre las rodillas. Volvió a cerrar los ojos y se entregó a disfrutar de los primeros rayos del sol de una mañana espléndida. Un reflejo alumbró el dibujo de un insecto en la portada del libro. Encima del dibujo un nombre se perfilaba entre los pliegues de la manta con que le habían cubierto las piernas. “La metamorfosis”, Frank Kafka.
Javier Juárez
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