LA BANALIDAD DEL MAL
¡Qué engañosa puede ser una imagen! y ¡ qué sencilla resulta la impostura! Está de pie sobre una escalera, luce un traje de corte impecable, mantiene una pose de hombre seguro, corbata a rayas y la pierna derecha doblada mostrando el brillo de unos zapatos relucientes. A su lado su hijo ejerce como estampa infantil del mito ario: rubio, sonriente, en apariencia feliz.
¿Podría acaso observarse en esa fotografía la representación del mal? No, claro que no. Y, sin embargo, lo es. No de un mal en abstracto sino de uno concreto, cuantificable y tasado: el que Aribert Heim ejerció como médico de la enfermería (revier) del campo de exterminio de Auschwitz durante apenas cinco semanas en 1941. Fue suficiente ese tiempo para añadir su nombre al de otros genocidas que encontraron en el nazismo el paraíso natural para sus crímenes.
Las cartas que hoy publica El País atribuidas a Heim durante sus tres décadas de fuga supuestamente oculto en Egipto muestran que el germen del mal anida y no se extingue en ciertas personas. Resulta tan dramático el testimonio de los hechos atroces que protagonizó como desoladora la ausencia de una mínima conciencia de culpa en los años siguientes.
Hombre culto, ginecólogo de formación, Heim escribió durante esos años a su familia en Alemania cartas con nombres cifrados para no ser detectado, con una caligrafía pulcra y cuidada. Su lectura evidencia las miserias en que se refugió para ocultar su responsabilidad: cumplió con su país, obedeció órdenes, el sionismo es culpable, además de la insistente petición de dinero a sus hijos. Pero en ninguno de los textos menciona remordimiento alguno ni escribe una sola vez la palabra víctimas para referirse a los prisioneros a los que inyectaba cloruro de magnesio en el corazón para provocar su muerte.
De las cartas se proyecta la imagen de una mente fría e inteligente, un hombre amoral que no se planteó dilema alguno, y que, en todo caso, mató con indiferencia, con la misma naturalidad con que luego vivió en Baden Baden hasta su huída.
Cuando Hanna Arendt escribió “Eichmann en Jerusalén” definió con una exactitud inquietante ese tipo de comportamiento: la banalidad del mal, la que practican hombres “normales” sin un particular instinto asesino del mismo modo que podrían poner sellos en una oficina o expedir certificados en una ventanilla.
Hoy sabemos que la banalidad del mal tiene también rostro concreto y la tonalidad sepia de una fotografía “normal” tomada a la puerta de un colegio.
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