LA NOCHE DE LOS TIEMPOS
Javier Cercas publicó un lúcido artículo el domingo pasado en El País: se puede rechazar el nacionalismo, y no por ello incurrir en otro nacionalismo extremo de signo opuesto. Se puede no compartir un credo nacionalista como eje ideológico de una región o un país, y no por ello dar la razón a quienes piensan que sólo una fuerza inversa pero igualmente excluyente puede combatirlo.
Ni entiendo ni comparto el nacionalismo, de ningún signo. Ni creo en símbolos que en defensa de unos marginen a los otros. Consciente o no, en todo nacionalismo late una imposición, un adoctrinamiento forzado, una comunión obligada con el dogma.
Si el nacionalismo nació con el siglo XIX a la sombra del movimiento romántico hasta evolucionar hacia formas delirantes como el nazismo, en el siglo XXI parece un anacronismo fuera de tiempo y de la lógica. Tampoco responde a una demanda social cuando la mayoría de la gente tiene problemas más urgentes y prácticos que el cuestionarse de dónde venimos y a dónde vamos.
Entiendo menos aún sentimientos nacionalistas vinculados a la izquierda que por definición pretendió, en su origen, ser internacionalista y universal. Por el contrario, fue la burguesía la que asoció históricamente nacionalismo y políticas conservadoras para proteger sus privilegios y estatus social. Cataluña y el País Vascos son dos buenos ejemplos.
La identidad nacional es un sentimiento colectivo del que la política se ha nutrido y que ha fomentado en su sentido más negativo. Los sentimientos, como las personas, son maleables y eso lo sabe muy bien la política, que ha hecho de sensaciones nobles como el arraigo, la identidad o la pertenencia a una comunidad y a una cultura, un arma de enfrentamiento.
Releer hoy a Sabino Arana es un descenso a la miseria de un pensamiento racista, como lo es recordar el ideario aberrante de imperio, gloria y patria que cuajó en este país durante muchas décadas.
La experiencia nos enseña que son pocas las aportaciones realmente positivas de un ideario nacionalista y muchas las alteraciones que provoca en una convivencia que la inmensa mayoría desea pacífica y estable.
Sólo esa miopía reduccionista que alberga todo nacionalista explica que en Cataluña sea una labor casi imposible poder escolarizar a un niño en castellano, o que en el resto de España sea un excentricidad ridícula aprender catalán, gallego o euskera.
Y así seguimos, dando patadas al aire mientras nos miramos el ombligo. Ya hay sentencia, ya tenemos carnaza para el reproche permanente, ya volvemos a la rutina de la polémica estéril, al estúpido debate identitario; en definitiva, a la noche de los tiempos en que Caín mató a Abel mientras se preguntaba: ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos?.
0 comentarios