ELOGIO DE LA UTOPÍA
Tengo un amigo curtido en frases lapidarias. De su cosecha han brotado sentencias que siempre apostillan oportunamente una conversación: “la capacidad de empeorar es infinita”, es una de ellas. Otra: “no corren buenos tiempos para la lírica”. El listado sería inagotable. Unas las elabora con tesón, con voz grave y gesto arisco que añaden solemnidad a frases de por sí teñidas de pesimismo. Otras se las apropia y siempre las conjuga en primera persona, como si no fueran ciertas hasta que él las pronuncia.
Es fácil imaginar que su muestrario vive tiempos gloriosos. “No corren buenos tiempos para la lirica” es una de sus sentencencias preferidas. No pasa día que no salpique su visión de la realidad con expresiones similares, que la actualidad a veces le devuelve multiplicadas y empeoradas. Se queda pensativo y susurra: me he quedado corto.
Es verdad que no disfutamos de un momento dulce, ni siquiera apto para los más complacientes. No hay conflicto posible que no se materialice tarde o temprano. Ni son buenos tiempos para la lírica ni la capacidad de empeorar tiene límite, seguramente suscribiría mi amigo en un doble arrebato de lucidez analítica. Y ahí estamos desde hace un tiempo: entre lo malo y lo peor. Decidiendo si nos rendimos o nos rinden por agotamiento.
A diferencia de mi amigo, mi visión aún contiene una última llamada de auxilio. No espero demasiado de quienes supuestamente deben solucionarnos este desaguisado, pero sigo confiando en una salida airosa.
Entre todas las opciones que se enumeran como posibles soluciones siempre echo de menos la única que nadie suele contemplar: la utopía. No hablo de un ideario impracticable, sino de ideas posibles, de objetivos probables y de la recuperación de un cierto espíritu constructivo que se base en las personas y no en balances contables.
Seguramente nunca hubo playas bajo los adoquines, pero las barricadas utópicas de entonces parecen enterradas bajo una profunda capa de materialismo. Entre el ayer y el hoy dicurre una carretera gris de trazado recto y firme sólido, pero no parece conducir a un destino tan envidiable. Me pregunto si a veces no convendría dar un pequeño rodeo, soportar algún bache, conducir un coche peor y tardar media hora más, pero al menos llegar con la certeza de no haber dejado nada importante, ni a nadie necesario, por el camino. Quizás no descubramos playas bajo el asfalto pero al menos sabremos que el viaje mereció la pena.
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