LA GRAN PEÑA
En la historia centenaria de la Gran Vía pocas veces se señala un local discreto ubicado casi en la esquina de la calle Alcalá. Ni siquiera en la crónica más canalla se hace alusión a un lugar que atesora un siglo de solera, que oculta su existencia y que ha alumbrado conspiraciones, gobiernos y a varias generaciones de políticos y empresarios.
El nombre no ayuda a identificar la exclusividad del lugar. La Gran Peña es, por el contrario, un círculo selecto y los modales que en él se emplean nada tienen en común con lo que consideramos una peña. El nombre parece un desatino o un intento de camuflar la naturaleza de un club privado que mantiene un siglo después la esencia de otro tiempo.
La Gran Peña hunde sus raíces en las tertulias que oficiales del ejército mantenían en el café suizo de la calle Sevilla. A partir de 1869 se decidió fundar la Sociedad Gran Peña, que desde entonces ha conservado su espíritu elitista. Artistócratas, altos oficiales, políticos y hombres de negocios han sido y son miembros de este club. El Rey es hoy presidente honorario, al igual que su abuelo Alfonso XIII fue miembro destacado durante las tres primeras décadas del siglo XX.
Viniendo como vengo de Carabanchel, resultaba díficil que la Gran Peña y un servidor nos cruzáramos en algún momento. Sin embargo, y por una de esas razones del azar que la razón no entiende, hace pocos días crucé por primera vez su umbral y cené en su exclusivo salón. La Gran Peña no impone ni obliga pero sugiere. La corbata es un complemento necesario. No llevarla es tan inadecuado como vestir pantalones vaqueros.
Desempolvé prendas del fondo de armario y me dirigí hacia el primer edificio par de la Gran Via. El número 2, frente al inmueble de Metropolis, no goza de una fachada tan deslumbrante, ni es un prodigio arquitéctónico, aunque se trata de una construcción bella y noble. En apariencia, su mayor singularidad es la de ser el primer edificio de la Gran Vía, la primera piedra que hace un siglo marcó el trazo de una avenida que pretendía modernizar la ciudad. La Gran Peña ya sabía entonces que ocuparía el mirador más privilegiado de Madrid.
Ni importaba que hiciese 40 grados. Un correctísimo conserje lucía con naturalidad una chaqueta blanca, camisa de algodón y pajarita negra. No me explico como podía mantener la ropa sin un solo rondel de humedad. A mi la corbata me crujía la nuez como una soga de esparto y la chaqueta me pesaba como una armadura oxidada. Seguramente también era óxido el sudor que se deslizaba por mi frente, pero él presentaba la mejor sonrisa, la más natural de las expresiones, invitaba a pasar con el más cordial de los saludos mientras la calle hervía y yo no atendía a otro estímulo que el de buscar desesperadamente una sombra y una bebida fría.
Ningún cartel indicaba el lugar. No existía ninguna señal de que allí se cobijara una institución centenaria pero casi clandestina, dominada por la discreción y el anonimato. Sus miembros guardan un celoso secretismo. Como la banca suiza, la Gran Peña sabe que la discreción no es sólo norma de la casa, sino la más sagrada de sus reglas. De ella depende su continuidad, y sobre ella se fomenta la exclusividad de sus miembros.
Fue la discreción la que alimentó tertulias, debates y reuniones confidenciales, en las que hombres públicos de toda condición ventilaban sin cortapisas los asuntos del país. Este cenáculo del poder en la sombra ha albergado encuentros imposibles en otro escenario, sus paredes han amotiguado el ruido de sables que destilaban sus salones durante la monarquía de Alfonso XIII y la Segunda República, sus sillones envolventes de cuero negro han debido reposar más de un complot, varias conspiraciones de salones, y algún golpe de estado en ciernes, como el 23 F. Allí se reunía parte de la derecha más bunquerizada en los primeros años de la transición, al extremo de que los servicios de inteligencia infiltraron a varios de sus agentes para conocer qué otros menús cocinaba el club más exclusivo de la capital.
Hoy la Gran Peña es un lugar decadente, pero de una decadencia consentida y cautivadora. No hay espacio para la modernidad. Todo se conserva como un museo decimonómico. Sus muebles, las alfombras, las lamparas, las formas y los modos, hasta la comida y los susurros que hacen de cada conversación un coto privado, todo mantiene el aire intangible del pasado.
Era inevitable pensar en cerrar los ojos, abstraerse del presente, y al abrirlos de nuevo imaginarse en una cápsula del tiempo. Podría ser perfectamente la misma visión que hace setenta u ochenta años marcaba el horizonte exclusivo de sus miembros. Desde allí, a través del cristal traslúcido de los ventanales, unos metros por encima de la calle, con la visión de la Gran Vía a un lado, con la perspectiva imponente del Banco de España y la calle Alcalá al otro, aquellos hombres, dueños de su destino y de un país, seguramente considerasen propio, esculpido a su imagen y semejanza, el lema más castizo y universal de la ciudad: de Madrid al cielo.
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Pablo Cid -