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SUMA DE LETRAS

UNA HISTORIA DE FÚTBOL

UNA HISTORIA DE FÚTBOL

Mi amigo Antonio Abreu acaba de regresar del Amazonas. No conozca a nadie que sienta tal pasión por la selva. Aunque entiendo la atracción irracional que ese espacio prodigioso puede ejercer. Una vez que te asomas a ese mundo no es posible salir indemne. Te atrapa para siempre una corriente de sonidos, luces y olores que trasportas allá donde vayas, como un souvenir sentimental, como las raíces de un mundo perdido que brotan en tu recuerdo y se fortalecen con la visión idealizada que ya no es posible olvidar.

Antonio Abreu tiene más de setenta años, vive en un pazo gallego del siglo XVI y dedica su tiempo a sus pasiones: el Amazonas es una de ellas. Abreu es un libro abierto consagrado al conocimiento de la vida. Emigrante de joven, polizón sin recursos, argentino de adopción, tanguista por vocación, hombre de principios y de inteligencia, empresario de fortuna, excelente persona, magnífico conversador, una compañía siempre entrañable.

Decía que Abreu ha regresado después de pasar un mes en el Amazonas. Viaja allá donde terminan los resorts turísticos, a días de navegación de Iquitos, se adentra en bote por afluentes poco transitados, recorre sendas y trochas más allá de los últimos núcleos considerados urbanos y se interna en territorios poco recomendables para el desconocido, menos aún si es blanco y no goza del consentimiento tácito de las comunidades indígenas.

Entre los ríos  Santiago, Napo y Cenepa se asiente la comunidad jíbara. En la región de Bagua se produjeron los incidentes que hace un año provocaron casi medio centenar de muertes entre policías peruanos e indígenas. Estaba en juego el control de los recursos minerales del subsuelo, a cuya explotación sin control se oponían las etnias jíbaras para evitar el desmantelamiento de una forma de vida milenaria que asocia su vida, su cultura y su identidad con la tierra que han compartido ellos y sus antepasados.

Abreu no es ya para muchas de estas tribus un desconocido. Les ha visitado varias veces y se ha ganado su confianza. Convive con ellos durante días y deja siempre, a su marcha, la promesa de un próximo regreso. Siempre cumple.

Cumplió cuando en su anterior viaje prometió un regalo para los más pequeños. En la región más aislada del Amazonas peruano el Estado es una entelequia. No existen carreteras, escasean las escuelas, y sólo una reducida presencia policial atestigua el control de Lima sobre una región selvática a más de mil kilómetros de distancia. Pero a los niños les encanta el fútbol. Lo siguen en alguno de los poquísimos televisores comunitarios, pero es suficiente para despertar una pasión que no entiende de distancias, ni de geografías ni de etnias.

Abreu es del Barcelona, y ellos también, porque es de justicia no llevar la contraria al huésped que les visita. Y en este último viaje, el club decidió apoyar el gesto del aventurero gallego. Viajó al Amazonas con ochenta camisetas del Barca y un balón firmado por todos los jugadores. Había avisado de su llegada y, cuando descendió del todoterreno, trescientos niños semidesnudos, nerviosos, impacientes y alegres le esperaban. Se repartieron las camisetas, se las intercambiaban porque no había para todos, se pasaban el balón de mano en mano, conocían los nombres, y los leían en voz alta jugando a identificar la firma de cada uno. El balón rodó por la maleza selvática dejando rastros de nombres que ya eran leyenda también en aquel lugar remoto y aislado. Nunca unos pies descalzos regalaron tanta entrega a un balón.

Abreu regresó convertido en un embajador de la hospitalidad jíbara, en un hombre feliz pese a la dureza del viaje, en el portador de un mensaje desde lo más profundo de la amazonía lleno de sinceridad y sencillez. El apu o jefe de la comunidad le despidió deseando suerte a España. Le costó comprender que se refería al Mundial, porque Abreu es selvático cuando está en la selva, sufre una amnesia selectiva, y Galicia, España, más aún Sudáfrica, son realidades lejanas que borra temporalmente. Por eso, aunque  se marcha del Amazonas, nunca termina de irse, al igual que su mente nunca se despide del todo de aquel lugar, al que le une la nostalgia desde antes de abandonarlo.

Volvió antes del partido de España con Alemania. No sabe si en el poblado lo vieron pero está seguro de que muchos de aquellos niños hicieron todo lo posible, como está convencido de que celebraron, antes o después, la victoria de España. Mientras me lo dice me enseña una foto. Él aparece en el centro rodeado de decenas de niños vestidos con la camiseta del Barca. Uno de ellos, de los más mayores, sonríe y luce el balón entre las manos. Se distinguen los trazos negros de las firmas, ya en parte borrados y desteñidos por el verdín de la selva. Me señala un garabato irreconocible y añade: “mira, esa es la de Puyol”, “¿cómo lo sabes?” le respondí. “El niño quería que se viera, era su jugador preferido”.

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