LA AVENTURA DE VIAJAR
He descubierto tarde a Javier Reverte como escritor. Le leí como periodista pero hasta poco más de un año no le descubrí como autor de literatura, primero de libros de viajes y después como novelista. Cualquiera puede disfrutar de sus relatos: son líricos, emotivos, sencillos y bellos. Pero son especialmente recomendados para periodistas, e imprescindibles si a uno le interesa ahondar en la geografía humana que nos rodea.
De Reverte se aprende siempre: a construir un libro; a describir un lugar; a familiarizarse con lugares remotos cuyo mero nombre evoca aventura, exotismo y vidas al límite; a convertir la historia en leyenda; a soñar como soñaron quienes hicieron los suyos realidad; y a saber emocionar sin cursilería, con el desgaste preciso de los sentidos para no sentirnos empalagados pero sí admirados por la buena literatura. Se aprende, en definitiva, a escribir disfrutando de leer que es, posiblemente, el mejor modo de hacerlo.
El primer libro que leí fue “El río de la desolación”, un viaje por el río Amazonas desde su nacimiento en los Andes hasta su desembocadura en Belém do Pará. De aquel recorrido romántico y tenebroso brotó un título que impregnaba todo el cauce amazónico con las sombras de todos los abusos cometidos antes y ahora. Cuando hace un tiempo anduve parte de ese mismo camino descubrí en los lugares que veía las palabras escritas en ese libro.
Lo último suyo que he leído es una novela de hace unos años, “La noche detenida”. La leí en dos días y me quedó el sabor amargo de una historia de amor triste y hermosa ambientada en el Sarajevo cercado por las tropas serbias. Entre ambos me he asombrado con “La aventura de viajar”, he gozado con las exploraciones imposibles y las historias terribles que pueblan “El sueño de África”, me he sumergido en el Madrid de posguerra con “Venga a nosotros tu reino”, me he contagiado de la fiebre del oro leyendo “El río de la luz” y me he despertado entre maizales soñando con la paz entre las líneas de “Trilogía de Centroamérica”.
Y hoy, casualmente, he leído un reportaje suyo en El País sobre la isla de Zanzíbar, rescatado de la memoria y la sed de inquietud de un hombre que cumplidos los sesenta y cinco años sigue pensado que viajar sigue siendo la única aventura probable, la única vida posible.
Un último apunte. Acababa de leer “El sueño de África”. Las sombras de Stanley o Linvingstone circulaban por mi memoria junto a la historia trágica de Ruanda, Uganda o Kenia. Salía de un hospital y un chico negro me ayudó a encontrar mi coche en el aparcamiento. Me pidió un euro y se lo di. Le pregunté de donde era. “De Ruanda, el país de la guerra”, me dijo.
Como Rodríguez Marcos contaba hoy en el mismo diario sobre Francisco Casavella: “te he conocido poco, te he admirado mucho”. Lo mismo digo JR.
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