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SUMA DE LETRAS

EL ESTADO DE LA PROFESIÓN

Echo de menos que quienes de todo opinan no opinen de lo suyo. Y sobran los motivos. El periodismo, salvo honrosas excepciones, es un oficio en extinción. Hay quien opina que se trata de una evolución, que las viejas fórmulas han caducado, que la noticia en sí misma carece ya de atractivo si no se acompaña de morbo, polémica y espectáculo. Que la gente agradece la información trufada de sensacionalismo, que le vence la curiosidad por los detalles truculentos y que la imagen vende más que la letra, más aún si se condimenta con griterío y escándalo hasta sazonar un menú adecuado a los gustos del público.

Basta un repaso a las programaciones de las televisiones para ver que esa es la norma que impera. Se ha contagiado a la radio y poco a poco se atrinchera en la prensa. De un tiempo a esta parte la espiral se ha extendido y arrasa a su paso los residuos del periodismo a la vieja usanza: separar opinión de la información, contrastar las fuentes, recurrir a la fuente original, mantener una cierta distancia respecto de la información y los informadores, etc... Ahora toda esa doctrina acuñada en años de universidad, dosificada en ejemplos magistrales del buen hacer periodístico, sucumbe ante una frase que rinde un excelso homenaje a la estupidez: vende o no vende. Esa es la cuestión.

Los medios ya no son medios, su prioridad no es informar y sobre los ciudadanos tampoco recae ya el derecho a la información como sujetos libres y con criterio. Las cabeceras o emisoras o canales son marcas, venden un producto y sus lectores, oyentes o espectadores quedan relegados a la condición de consumidores. Y en medio, quedan los periodistas. En medio de la nada, añado.

El periodista sólo subsiste como tal, en la acepción que hemos estudiado y admirado, en los medios grandes que aún mantienen un espíritu romántico del oficio. Y es posible que ésta sea una visión generosa. El periodista medio, el mayoritario, el informador, redactor o plumilla sobrevive como puede en una jungla laboral donde la precariedad y los bajos sueldos son la norma, sometido al capricho arbitrario de decisiones que nada tienen que ver con la profesión y sí mucho con los intereses empresariales, el amiguismo o el compadreo partidista.

Nada sabe él de comunicadores millonarios, ni de tertulianos convertidos en estrellas fugaces que dejan a su paso una estela de opinión. Acostumbra a aguardar horas para grabar una declaración insustancial cuando el político de turno tiene a bien hablar. Las preguntas son ya otra utopía en vías de extinción. Aún entiende menos de los vasos comunicantes entre los medios y la política, entre sus directivos y los poderosos. Desconoce dónde quedaron conceptos como la objetividad o la imparcialidad. Se hará muchas preguntas, se cuestionará bastantes decisiones pero callará para preservar un magro sueldo y un frágil puesto, porque en un oficio donde el mero acceso a él es un privilegio el derecho a elegir es un lujo del que la mayoría carece.

Y lo peor será la contradicción permanente: el creerse fiel a una profesión que ya no reconoce, el sentirse ligado tozudamente a un oficio en el que un día intuyó una vocación, y al tiempo cuestionarse una y otra vez por qué no fue práctico o sensato y estudió otra carrera.

Pero en esa paradoja subsiste, porque cuando se cree en algo las grandes desilusiones se redimen con pequeñas alegrías. Basta un trabajo bien hecho, un artículo ajeno que te reconcilia, la actitud noble de un compañero, la labor silenciosa de tantos plumillas que nadie conoce ni lee ni oye, para ilusionarte y creer que, a pesar de todo, mereció la pena. Quizás esa evolución aún respeta la anormalidad de ser incorregibles.

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