LA VIDA DE LOS OTROS
De las últimas noticias dos me han interesado especialmente: el informe de la FAO sobre el hambre en el mundo y un estudio sobre los hábitos de lectura en España. Creo que ambas informaciones son bastante más decisivas que el guirigay político habitual. Y seguramente, también más reveladoras sobre el mundo que vivimos.
Es una noticia alentadora que haya menos seres hambrientos que hace un año, pero es tan desalentador el balance global que tan leve mejora parece insustancial. Y, sin embargo, cada cuerpo que se libra de esta lacra es una victoria importante, una vida ganada. En cambio los casi mil millones de personas que arrastran el hambre como un dolorosa condena, no sólo evidencian la mayor de las injusticias posibles, también encarnan el fracaso de la humanidad para terminar con semejante drama.
Difícil de asumir que en el siglo XXI la distribución de alimentos a todo el planeta sea misión imposible, tanto como creer que la globalización ha remediado pobrezas y corregido desigualdades. Es la realidad contraria la que se impone: hay más desigualdad social y económica que nunca entre el primer y el tercer mundo.
El índice de lectura es uno de los criterios utilizado para medir el desarrollo de un país, como lo es la salud dental de sus ciudadanos o la cantidad de residuos que genera. El informe sobre hábitos de lecturas del gremio de editores no aporta grandes novedades: leen más las mujeres que los hombres (seis de cada diez lectores son mujeres), se guían por el instinto y el boca a boca y optan mayoritariamente por la novela. Los hombres optan por un criterio que también se ajusta al tópico: más racionales, menos novela y menos libros.
Entre el perfil medio del lector que viaja en metro y digiere vidas ajenas mientras acude al trabajo, y las personas desnutridas que componen una población similar a la de toda la India, hay algo en común. Tristemente nos une el deseo de otra realidad. Ellos sueñan ser como nosotros, nosotros nos evadimos con historias fantásticas que nos permiten descubrir una vida sin rutina, sin horarios y llevada al límite de una pasión. En cierto modo, todos anhelamos la vida de los otros.
Y, sin embargo, entre ambos deseos existe una brecha tan insalvable como la que separa nuestros mundos. ¿Podríamos imaginar un solo día de nuestras vidas sin alimentos, sin medicinas, sin un hogar, sin cubrir ninguna de las necesidades que consideramos básicas? Quizás sí, podríamos, aunque es probable que intuir la desolación nunca sea tan dramático como vivirla. Ellos, sin embargo, no podrían imaginar uno solo de nuestros días. Desde la miseria se desconoce el color, el olor y el sabor de la abundancia cotidiana.
Y así seguirá siendo mientras la vida de los otros sean mundos paralelos condenados a no cruzarse nunca.
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