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SUMA DE LETRAS

UN TRAIDOR COMO LOS NUESTROS

UN TRAIDOR COMO LOS NUESTROS

A John le Carré la cabe el honor de haber elevado el espionaje a género literario de altura. No ha sido el único, pero sí el primero y más tenaz en rescatar del bazar de aventuras y lances de acción las tramas ocultas desde las que penden los hilos visibles que nos gobiernan.

En su obra todo es ficción, pero se trata de una inventiva veraz, anclada en la realidad, que exagera o matiza, que altera o distorsiona, pero cuyos lazos con el mundo auténtico son tan sórdidos como reales.

Bajo la apariencia de espionaje, de intriga, de suspense, Le Carré dibuja un mundo corrupto donde imperan los hombres corruptos que tejen redes que corrompen a otros, en una cadena sin fin. No hay aliento cálido en sus textos, sólo descripciones frías y desalentadoras.

El poderoso, el político, el hombre de negocios resulta implacable en cada una de sus obras. Especialmente en las últimas, como el retrato feroz que dibuja en “El jardinero fiel” o la denuncia del autoritarismo del Estado ruso en “Un traidor como los nuestros”, su último libro.

De este perfil descarnado sólo exceptúa a las víctimas, personas sencillas atrapadas en redes que escapan a su control, de las que desconocen su existencia y ante las que finalmente sucumben. No salen mejor parados los propios servicios de inteligencia, particularmente el británico, del que Le Carré formó parte y de cuya experiencia nutrió sus primeros libros y quizá toda su visión posterior.

Seguramente alguien como Kim Philby habría suscrito la misma lectura de un mundo que compartieron en épocas distintas. Si alguien encarna la traición y el éxito no es otro que Harold Adrian Russel Philby. Nadie supo como él disfrazar sus lealtades y elevarse durante tres décadas y tres guerras por encima de las sospechas hasta erigirse en el más devastador agente doble infiltrado por la inteligencia soviética en Occidente.

Siempre estuvo ligado a España. Sus inicios como espía los forjó en la guerra civil. Pudo asesinar a Franco cuando éste le condecoró personalmente en 1938 como periodista de The Times. La hipótesis del magnicidio frustrado siempre ha conducido a elucubrar cómo este hombre desconocido para la mayoría, un periodista inglés de buena familia, habría podido cambiar el curso de todo un país.

Cuando desertó a Moscú en 1963 era coronel emérito del KGB. Dos de sus más leales agentes y amigos, Guy Burguess y Donald McLean, habían huido antes y su pista conducía inequívocamente a Philby. Al despedirse de un antiguo amigo en Madrid no descuidó las formas adquiridas en Cambridge ni el talento atesorado durante años: le envió una postal con la imagen de los tres reyes amigos camino de Oriente; su modo de confesar que era el tercer hombre camino de Moscú.

Philby fue y sigue siendo no sólo un traidor para su país, sino EL traidor, posiblemente el más humillante escándalo para el Imperio británico durante el siglo XX. Él, que incluso en Moscú conservó la flema sajona, como mantuvo su querencia por el whisky y el cricket, se limitaba a responder con desgana: “Nunca he sido un traidor a mis ideas”.

Fernando Rueda recrea en una reciente novela (“La voz del pasado”) la estancia intermitente de Philby en España a lo largo de los años, la sorprendente vida de este nómada perpetuo que si fue un traidor fue en todo caso un traidor como los nuestros.

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