EL DISCURSO DEL MIEDO
Creemos que cambiamos, que evolucionamos, que mejoramos, pero no es así. Mantenemos una apariencia de confiada seguridad en ser más modernos, más razonables que quienes nos precedieron, pero no siempre es así. Es suficiente con rascar un poco la superficie para comprobar que la sangre mana por las mismas heridas de siempre. Y me temo que también nos asustan los mismos miedos, los temores subjetivos de siempre.
Leo que Josep Anglada ha estado en Madrid presentando un libro. Se llama “Sin mordazas y sin velos”. Y es cierto que su autor, concejal en Vic y presidente de “Plataforma por Cataluña”, se expresa con toda rotundidad, según él diciendo las cosas como son, no como las ve, simplemente como son. Ya debería uno desconfiar de alguien que sólo comulga con la verdad absoluta. Pero hay más: Anglada se enorgullece de un discurso provocador, xenófobo bajo cualquier punto de vista, y extremista. Una de las frases más celebradas de su presentación fue:” Aquí ya no cabe nadie más. Hay que expulsar a los musulmanes de España.” Alguien parece que gritó a continuación: “Y a los sudacas también.” Y el auditorio, unas 150 personas, irrumpió en aplausos.
No era un auditorio concurrido sólo por radicales con la masa encefálica disuelta por el discurso del odio. En absoluto. El acto se había programado para dar una apariencia de seriedad, el educado debate que no fue, para adornar una ideología extrema con las virtudes de la reflexión. Buscaron rostros conocidos: periodistas como Enrique de Diego; la anunciada presencia de Jesús Neira finalmente ausente; el nieto de Blas Piñar; o Miguel Bernat, presidente de esa cosa extraña llamada “Manos Limpias”, cuyas manos nunca muestra y desde luego no parecen limpias. Lo mejor de cada casa.
Hay que agradecerle a Anglada su sinceridad. Ni niega ni rechaza su pasado. Militó en Fuerza Nueva y era hombre de confianza del notario más temido de la transición. Quizás por ello hoy se ha impuesto la misión redentora de dar fe del abismo al que estamos abocados. Otros como él celebran que aún haya voces claras que se eleven sobre la mediocridad política y la corrección del pensamiento único. Se trata de eso: de llamar a la cosas por su nombre y proponer soluciones sin rodeos. Supongo que creen haber descubierto la pólvora de la autenticidad, la esencia del hombre valiente, la visión luminosa que refleja la ceguera de los demás, la voz de los que llevan treinta y cinco años silenciados.
Tan convencidos están de su verdad que les falta lucidez para reconocer que no hay nada nuevo en sus ideas, únicamente la misma retórica excluyente que hace setenta años se llamaba fascismo y ahora disfrazan de movimiento ciudadano. Tampoco les mueve una repentina inspiración: simplemente se activan cuando su olfato huele el miedo de los demás, la fuente natural de la que beben.
En una cosa estamos de acuerdo: llamemos a las cosas por su nombre.
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