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SUMA DE LETRAS

NOSOTROS, LOS LIBROS

NOSOTROS, LOS LIBROS

 

Hay que prescindir de prejuicios para valorar en su justa medida el fenómeno best seller. Sergi-Vila San Juan lo hace en “Código best seller”, un análisis documentado y exhaustivo de los libros más comerciales de la historia. Muchos de ellos son títulos que han marcado los hábitos de lectura de decenas de generaciones.

 

La primera conclusión recae sobre un hecho: best seller no es sinónimo de un discutible valor literario. O no lo ha sido históricamente. Obras que hoy se leen como estandartes del género novelístico, especialmente en el siglo XIX, fueron best seller en su día. Y no les denigró el apoyo masivo del lector, ni les restó un ápice de calidad. La lista es sorprendente y lo es desde su inicio: el primer best seller de la historia fue Don Quijote de la Mancha. Nombres insignes de las letras concitaron en vida un destacado eco comercial: Charles Dickens, Walter Scott, Mark Twain, Julio Verne, Víctor Hugo o un incontinente Alejandro Dumas, autor de unas 600 novelas aunque bastantes de ellas redactadas al alimón con colaboradores que, por supuesto, no firmaban.

 

Una segunda lectura del libro muestra que en cinco siglos el mundo editorial no ha cambiado sustancialmente. Ya existían en el siglo XVI los problemas que siguen aquejando al sector: las dificultades de publicación y distribución, la escasa retribución al autor, las discutidas cifras de ventas, e incluso la piratería. Un fenómeno que no parece tan actual considerando que al año de publicarse la primera edición de El Quijote ya circulaban tres versiones copiadas ilegalmente.

 

Tampoco es novedad que el libro más vendido de la historia sea La Biblia ( se calcula que entre 2.500 y 6.000 millones de ejemplares vendidos), pero sí lo parece que el segundo título sea El libro rojo de Mao. También es el autor que suma más ventas de ejemplares, incluyendo sus artículos y poemarios. La religión y la política han sido filones editoriales de alcance universal. EL Corán y el Libro del Mormón figuran en los puestos de mayor distribución, junto con, curiosamente, el Manual del Boy Scout, lo cual dice mucho de la extraña asociación de ideas que puebla las librerías.

 

Por último, para curiosos devoradores de estadísticas: Tolkien, Dickens y Ágata Christie suelen protagonizar la mayoría de los estudios sobre los novelistas más rentables.

 

Cambian los gustos, las modas literarias y los géneros se solapan en las preferencias del público pero hay un elemento que no varía: la necesidad del hombre por contar historias, y la necesidad de leerlas. Puede ser en un incunable o en el formato digital más avanzado. No importa. Como reza el subtítulo del libro, al fin y al cabo, son las lecturas apasionantes que han marcado nuestra vida.

BLUNT, EL INTOCABLE

BLUNT, EL INTOCABLE

No había leído nada de John Banville hasta que hace unos días compré “El intocable”.  El título ilustra la vida de Antonhy Blunt, el más enigmático y sofisticado espía del llamado círculo o grupo de Cambridge, cinco retoños de la alta sociedad británica que entregaron su vida y los secretos de su país a la Unión Soviética.

Banville asume algunas licencias literarias para que la identificación no sea plena. Altera los nombres, varía determinadas circunstancias biográficas y se resiste a nombrar con autenticidad a las personas engañadas por Blunt y su grupo. A pesar de ello, las similitudes resultan tan delatoras que en la primera página ya se traza un perfil de Blunt calcado de su ficha oficial en el MI5.

A diferencia del resto de compinches, Blunt fue un agente sutil y poco activo. Suscribió un compromiso más teórico que real. No participó del fanatismo de Guy Burgess, no igualó la actividad frenética de Kim Philby, no dispuso del acceso privilegiado al poder de Donald McLean, ni tampoco desveló secretos vitales sobre la estrategia militar alemana como hizo John Cairncross. Sus logros languidecían respecto al historial del resto, pero Moscú siempre le consideró una pieza exclusiva; un infiltrado latente en el corazón del Estado británico.

Los servicios soviéticos tenían motivos para creerlo. Blunt alternaba su labor de director del Courtauld Institut of Art con la de conservador de la Pinacoteca Real. Frecuentaba al propio  Rey Jorge VI (el Colin Firth de “El discurso del Rey”), despachaba asiduamente con la Reina, prima de su madre, y la nobleza le asediaba con infinidad de citas y actos.

Todo terminó cuando Margareth Thatcher desveló públicamente la doble vida del  venerado profesor. Le hubiese gustado que se le recordara como un erudito, un historiador y crítico de arte de extraordinaria sensibilidad, pero pasó a la historia como el  arquetipo del traidor. Posiblemente era lo que exigía la época y el grado de alarma social que su caso generó.

Lo cierto es que su única pasión se limitaba a las gamas de formas y colores que rechazaba definir sólo como pintura. Su concepto vital era el arte, y a él se entregó con un ardor y arrojo en apariencia incompatibles con sus modales comedidos.

“El intocable” deja clara su escala de valores: siempre el arte antes que la política, siempre la pintura antes que el espionaje, siempre Poussin antes que Stalin, siempre él antes que todo.  Banville dibuja también un retrato humano: frívolo, frío, extraordinariamente inteligente, distante, clasista, un estoico del siglo XX, un relativista que sólo acabó creyendo en sí mismo.

Blunt ya mereció hace unos años una excelente biografía de la periodista británica Miranda Carter, editada en España por Tusquets. Su figura sobrevuela otras obras literarias, series televisivas y alguna película. Ninguna de entidad, creo, a excepción de una correcta serie que realizó la BBC.

Sólo cirujanos de fino bisturí como Banville pueden diseccionar un personaje sumamente complejo al que se ha pretendido ridiculizar con una torpe etiqueta: el gentleman que jugó a ser comunista. La única verdad posiblemente sólo la supo él y nunca la reveló. Tal vez creyó que nunca se traicionó a sí mismo.

PROMÉTEME QUE SERÁS LIBRE

Jorge Molist tiene una virtud como escritor: no enreda al lector con giros inexplicables ni acrobacias literarias. Sabe lo que quiere: atrapar al lector, envolverle en una historia, adherirlo a las páginas del libro y dejar en todo caso una pregunta sin respuesta cuando se pasa de línea: ¿qué ocurrirá después?. Y sabe cómo conseguirlo.

 

Desde la primera página de su nueva novela, Prométeme que serás libre, Molist no da tregua al lector. Un pequeño pueblo de pescadores (Llafranc, Girona) en 1484 es el escenario donde arranca la peripecia vital de un joven de 13 años, Joan. A partir del  ataque inicial que acaba con la vida de su padre y el secuestro de su madre, el joven debe abrirse camino en una Barcelona aún medieval que sufre su propio declive como urbe mediterránea.

 

A través de Joan, Molist traza un retrato documentado y ameno de la vida a finales del siglo XV, enlazando la biografía del protagonista con los acontecimientos históricos que marcan su existencia y la de un país que se forja entonces con el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla.

 

La novela admite muchas lecturas. Es, desde luego, una novela histórica, pero es también un tratado de divulgación sobre el mundo occidental que abandonaba la oscuridad de la Edad Media y buscaba la apertura luminosa del Renacimiento. Se puede leer también como un homenaje al libro, a los primeros artesanos del papel, a los hábiles copistas que propagaron con oficio y dedicación al difícil arte de la caligrafía. Incluso se puede leer como una guía oculta de la Barcelona medieval, tan presente en el laberinto de calles que forman el barrio Gótico y en el alma de la ciudad vieja.

 

Prométeme que serás libre (Temas de Hoy) no es una obra maestra ni su estilo deslumbra, pero cumple honestamente su cometido: entretiene, te presta un mundo ajeno para convertir en propio, genera cierta adicción y enseña. No me parece poco para un libro.

 

Aspira a ser un best seller y ojalá lo consiga. La literatura comercial puede ser también  un género digno y respetable que atrae al mundo editorial a miles de lectores que de otro modo pasarían de puntillas por las librerías.

 

Que sea, en definitiva, el lector quién decida.

PENUMBRA

PENUMBRA

Penumbra. Animalario estrena su nuevo montaje. Sobre un escenario plastificado, casi adherido al suelo en un mar de plásticos arrugados, hay un entarimado a medio hacer, un boceto de hogar con las paredes desnudas, listones que se cruzan y simulan una casa.En ella una familia desgrana una realidad gris que soporta al borde de la desesperación.

 

Penumbra no habla de grandes tragedias ni de situaciones insólitas, explora sensaciones que habitan en todos: la resignación, los sueños frustrados, la desilusión y las vidas al límite. Plantea en hora y cuarto, un tiempo breve para una función teatral pero sobrado para exponer un dilema vital, cómo la rutina cotidiana puede imponerse sobre las aspiraciones que un día diseñaron un futuro.

 

No se trata de una obra reflexiva sino intuitiva. Busca conmover o emocionar antes que teorizar. Pero resulta inevitable que suscite un mayor o menor grado de identidad con el espectador porque en ella están presentes muchos de los temores que compartimos.

 

Guillermo Toledo, Alberto San Juan, Nathalie Poza y Luis Bermejo afrontan el montaje más personal de la compañía entregando en él su saber hacer y parte de sus propias impresiones. La obra surgió de un taller de la compañía en la que actores y equipo técnico confesaban sus inseguridades. Después, Juan Cavestany y Juan Mayorga dieron forma y límites a un retrato familiar que aspira a ser un reflejo colectivo.

 

Al final, todo se reduce a una pregunta: ¿Porqué sentimos miedo cuando se apaga la luz? , quizá porque hay temores que siempre nos acompañan.  

BUENAS NOCHES Y BUENA SUERTE

Una de las máximas del periodismo aduce que el periodista nunca debe ser noticia. Y un periodista, seguramente contra su voluntad, acaba de incumplirla. Iñaki Gabilondo, sin victimismos, anuncia que se marcha. Deja el periodismo activo o, al menos, abandona su presencia en los medios. La voz grave que arropaba las mañanas de sensatez y el rostro familiar que permitía digerir la información sin estridencias, se retira a un segundo plano. El detonante ha sido el anunciado cierre de CNN+ y la muerte programada de los servicios informativos de Cuatro. Esa manera reposada, y en mi opinión lúcida, de sopesar la actualidad, no tienen cabida. Tenemos medio centenar de canales pero ninguno encaja en el perfil de un periodismo a la vieja usanza.

La reflexión que esto sugiere trasciende el caso Gabilondo. Indica que la crisis del periodismo no es sólo económica y tecnológica. Es mucho más profunda. Atenta contra su esencia que, a lo que parece, ya no busca la verdad, ni la denuncia, ni siquiera aspira a interpretar honestamente las claves del mundo que nos rodea.  

Sé que el diagnóstico es injusto con la actitud honrada de muchos profesionales. Sé que la mayoría cumple dignamente con una labor que quizá un día intuyó vocacional y posiblemente hoy resulte tediosa. Sé que muchos comparten esta inquietud y que en otros se ha instalado una percepción resignada. Y sé que casi todos nos limitamos a sobrevivir, porque un periodista también es un ser mortal que paga facturas, adeuda hipotecas y procura mantener su pequeño mundo a flote.

Es posible que mucha gente considere esta visión alarmista o exagerada. Les ruego que me corrigan. entras tanto, seguiré pensando que esta última gota sólo ha rebosado un mar en permanente tempestad. Hubo despidos masivos en TVE, los hubo en A3, los hubo en ABC y los hubo en El País. Ahora se cierra CNN+ y se reduce la plantilla informativa de Cuatro. El último informe de la Asociación de la Prensa de Madrid cifra en uno de cada cuatro los periodistas que han perdido su empleo este año.

El horizonte que sobrevuela el futuro está teñido de incertidumbre y en esta guerra larvada, como siempre, la víctima es la verdad. Ningún medio habla de la crisis real que acosa al periodismo. Nos enteramos por los hechos consumados: compañeros que están en el paro, compañeros que prevén estarlo en breve o compañeros que se reciclan cuando se les cierran todas las puertas. Hay otros síntomas menos dramáticos pero más elocuentes del signo de los tiempos: la información retrocede ante la opinión, la opinión ponderada desaparece a favor del predicador, y el predicador logra hacer de la información, espectáculo. Pero ya no es periodismo, aunque se llame así o genere más audiencia, por mucho que hombres grises provistos de balances pretendan dignificar así una televisión que ellos mismos recomiendan no ver.

Suscribo lo dicho por Gabilondo hace unos días sobre el estado de la profesión. “No hay confusión en los demás. Los confundidos somos nosotros.”

EL DISCURSO DEL NOBEL

No soy imparcial. Me resulta imposible contemplar con una distante objetividad el discurso de Vargas Llosa al recoger el premio Nobel. De los discursos procuro huir siempre que puedo, pero éste es el primero al que hubiese deseado ardientemente asistir e incluso insistir en su conveniencia.

 Es verdad que sólo he captado fragmentos aislados, que estos debían ser los más emotivos y que es posible que el conjunto de la intervención no mantuviese un nivel tan conmovedor. Aún así dos elementos sobrevuelan la intervención de Vargas Llosa y la hacen distinta de un discurso ordinario; lo convierten, de hecho, en un modelo donde brilla el entusiasmo y el compromiso personal.

Vargas llosa habló y lloró, y ninguno de los dos hechos puede considerarse habitual en esta entrega de premios. Al decir hablar, expreso una percepción. Sí, habló. No leyó rutinariamente, no hizo elogio de la pedantería, no utilizó el atril para elevar su magisterio varios metros por encima de la comprensión común. Por el contrario, se mostró humanamente frágil y terrenal, entregado a una pasión llamada literatura que no sólo ha sido una forma de vida, sino la única que él cree posible. No se reconocería en otro pasado.

Si la literatura ha sido su debilidad su mujer ha sido su fortaleza. De ambas dependencias nutre su creatividad y la eterna sensación de ser un hombre febrilmente activo: en la literatura, en la docencia, en la política.

Llosa lloró. Y hacerlo en la tribuna del premio más reconocido del mundo aún no sé si es un ejercicio de valentía o de desnuda sinceridad. Pasará al anecdotario del galardón sueco como el primer premiado que no pudo evitar las lágrimas que otros debieron sentir y contener. No es que llorar le reste o le añada mérito, pero es la constatación emotiva de que hay vida tras el Nobel, qué ser humano, frágil y natural puede convivir con el prestigio literario o que una pasión puede encender una vida, alimentarla y consumirla con idéntico ardor de principio a fin.

De sus palabras, reitero, me quedo con esto último. Por admiración y también por envidia.

DIPLOMACIA DE BAR

Los ríos de tinta vertidos, y los que vendrán,  o las palabras solemnes que celebran o critican no son tan elocuentes. El juicio más sensato que he escuchado sobre las filtraciones de wikileaks no pretendía sentar doctrina ni mover los cimientos de ningún equilibrio planetario. En su modestia resultaron certeras y simples como casi siempre suele ser la realidad cuando se le desnuda de artificios. Mientras Antonio me servía un café entre titular y titular del periódico, se despachó con la frase que ahora inspira estas líneas y en la que mi ignorancia se cobija: “Coño, si va a haber más diplomacia en la barra de un bar”. Y sin dar mayor importancia añadió la leche.

No le falta razón a Antonio, la misma que sobra a quienes pretenden imponer normas de protocolo a la comprensión de unos textos que son, en el mejor de los casos, diáfanos en su lenguaje y transparentes en su contenido. La diplomacia viene a ser al Departamento de Estado lo que el diario secreto a un adolescente, la agenda oculta de sus peleas de colegio. Ocurre que en el patio se juegan más que la merienda.

Si no entendí mal a Antonio, creo que él añadiría que esto no es cosa de uno, sino que a la pelea se suman todos desde el pupitre, nadie se salva de arrear una colleja al de delante a poco que se descuide.

Para el segundo café Antonio me había reservado una nueva andanada de profundidad: “¿Para esto tanta escuela diplomática?”. A esas alturas ya leía los titulares bajo un prisma distinto. No era tan importante lo que se decía sino cómo se decía y el sentido critico que reflejaba. Más que un manual de relaciones internaciones ante mi se abría todo un vademécum clínico, o un estudio psicológico digno de la sobremesa más pendenciera: hipocondríaco, juerguista, trasnochado, demente, obsesivo y una sucesión sin fin de lindezas similares. La suma de tales desdichas confesadas en cables secretos rige nuestros destinos. Así que me pedí un tercer café y cerré el periódico. Antonio ya no dijo nada, pero es como si le hubiera escuchado: “Coño así va el mundo.”

 

LA BANALIDAD DEL MAL

LA BANALIDAD DEL MAL

¡Qué engañosa puede ser una imagen! y ¡ qué sencilla resulta la impostura! Está de pie sobre una escalera, luce un traje de corte impecable, mantiene una pose de hombre seguro, corbata a rayas y la pierna derecha doblada mostrando el brillo de unos zapatos relucientes. A su lado su hijo ejerce como estampa infantil del mito ario: rubio, sonriente, en apariencia feliz.

 ¿Podría acaso observarse en esa fotografía la representación del mal? No, claro que no. Y, sin embargo, lo es. No de un mal en abstracto sino de uno concreto, cuantificable y tasado: el que Aribert Heim ejerció como médico de la enfermería (revier) del campo de exterminio de Auschwitz durante apenas cinco semanas en 1941. Fue suficiente ese tiempo para añadir su nombre al de otros genocidas que encontraron en el nazismo el paraíso natural para sus crímenes.

 Las cartas que hoy publica El País atribuidas a Heim durante sus tres décadas de fuga supuestamente oculto en Egipto muestran que el germen del mal anida y no se extingue en ciertas personas. Resulta tan dramático el testimonio de los hechos atroces que protagonizó como desoladora la ausencia de una mínima conciencia de culpa en los años siguientes.

 Hombre culto, ginecólogo de formación, Heim escribió durante esos años a su familia en Alemania cartas con nombres cifrados para no ser detectado, con una caligrafía pulcra y cuidada. Su lectura evidencia las miserias en que se refugió para ocultar su responsabilidad: cumplió con su país, obedeció órdenes, el sionismo es culpable, además de la insistente petición de dinero a sus hijos. Pero en ninguno de los textos menciona remordimiento alguno ni escribe una sola vez la palabra víctimas para referirse a los prisioneros a los que inyectaba cloruro de magnesio en el corazón para provocar su muerte.

 De las cartas se proyecta la imagen de una mente fría e inteligente, un hombre amoral que no se planteó dilema alguno, y que, en todo caso, mató con indiferencia, con la misma naturalidad con que luego vivió en Baden Baden hasta su huída.

 Cuando Hanna Arendt escribió “Eichmann en Jerusalén” definió con una exactitud inquietante ese tipo de comportamiento: la banalidad del mal, la que practican hombres “normales” sin un particular instinto asesino del mismo modo que podrían poner sellos en una oficina o expedir certificados en una ventanilla. 

Hoy sabemos que la banalidad del mal tiene también rostro concreto y la tonalidad sepia de una fotografía “normal” tomada a la puerta de un colegio.

 

SOS PARA LA BIBLIOTECA AMAZÓNICA

SOS PARA LA BIBLIOTECA AMAZÓNICA

Alguna vez he escrito sobre la Biblioteca Amazónica, un pequeño paraíso de papel enclavado a orillas del río Amazonas. Desde hace veinte años desempeña un papel fundamental para el conocimiento de la cultura amazónica, particularmente la peruana.

 La biblioteca, que fundó el religioso español Joaquín García, está situada en Iquitos y es considerada la segunda mejor del mundo en ese ámbito después de la de Manaos (Brasil). Desde su fundación ha crecido gracias a aportaciones voluntarias y ayudas oficiales. Cuenta con un presupuesto muy modesto y un equipo mínimo de gente que compensa su escasez con una dedicación y un empeño admirables. Centro de referencia mundial para el estudio de la Amazonía, su último huésped ilustre fue Mario Vargas Llosa, quien documentó en ella parte de su último novela “El sueño del celta”.

Ahora, la biblioteca está en serio peligro de cierre por falta de fondos. El gobierno local de Loreto, la región peruana cuya capital es Iquitos, hace meses que no abona la partida mensual mínima para su mantenimiento: 2.500 soles, algo menos de 700 euros.

Con esa cantidad, que a nosotros nos puede parecer insignificante, la dirección de la biblioteca pagaba los gastos ordinarios de luz, teléfono, internet y limpieza, e incluso el salario de sus pocos empleados. Las pequeñas cuotas de los socios se empleaban para reponer material y comprar nuevos títulos.

A fin de evitar el cierre, la biblioteca ha iniciado una colecta y una campaña de solidaridad para lograr autofinanciarse y mantener abiertas sus puertas.

Desde aquí os invito a todos los que queráis a colaborar. La dirección de correo es bibliotecamazonica@gmail.com. No acostumbro a este tipo de peticiones pero creo que la causa lo merece. Muchas gracias

HERENCIA DE ARENA

HERENCIA DE ARENA

Los sucesos de El Aaiún nos recuerdan que, con independencia de la actitud depredadora de Marruecos, treinta y cinco años después España es responsable o, sin eufemismos, culpable. Ocupamos, acumulamos nuestra aventura colonial de razones civilizadoras y cuando nos interesó, o no quedó más remedio, dejamos aquel lugar y a aquella gente entregados a un poder despótico.

Si la razón de Estado aconseja medir nuestras relaciones con Rabat, algún otro tipo de razón debería corregir un pasado que ni es honroso ni lejano. Mantenemos una deuda pendiente con un desierto que repartimos a capricho, como dejamos un legado de miseria en la actual Guinea Ecuatorial. Ambos territorios atesoran riquezas naturales suficientes para conceder un cierto nivel de prosperidad a sus habitantes, pero unos continúan exiliados en jaimas instaladas en territorio argelino y otros malviven bajo una dictadura feudal.

No hace tanto ambos territorios se estudiaban como parte integrante de España. Su estatus último no era de colonia sino de provincia y administrativamente eran consideradas igual que cualquier otra, hasta que se extirparon del mapa y de una historia común que parecía avergonzar a quienes antes defendían su españolidad. Nunca se dice aunque sea cierto que, dado el vacío legal sobre la soberanía del Sahara, España sigue siendo ante el derecho internacional potencia colonizadora en ese territorio y, por tanto, su pueblo goza del amparo legal de nuestro país. La misma razón de Estado aconseja silenciar una verdad jurídica que nadie cumple.

Os recomiendo “El médico de Ifni” de Javier Reverte.

UN CELTA Y SUS SUEÑOS

 Recuerdo una ventana amplia y luminosa. Tras ella se recortaba la frondosidad de las copas de los árboles. Era necesario asomarse bastante para apreciar, tras el verde que cubría el horizonte más inmediato, el añil limpio del cielo y el azul denso, a veces turbio, del agua rugiendo y fluyendo. Recuerdo ese contraste de colores y como me distraía una y otra vez de mi mesa de estudio. Trabajaba al lado de la ventana siempre abierta. A través de ella respiraba una brisa fresca y húmeda que templaba el calor ambiente y te envolvía de impresiones.

En otro lugar, esas sensaciones parecerían lejanas, pero allí te asaltaban a cada instante. Bastaba con levantarse, andar unos pasos y asomarse de nuevo a aquel umbral que delimitaba el silencio de mi espacio con la explosión de vida que poblaba el exterior. Aquellos árboles eran la avanzadilla de la selva que nos rodeaba; aquel río era el Itaya, un afluente poderoso del Amazonas; y esa ciudad se llama Iquitos.

La biblioteca en la que trabajaba no era espectacular ni especialmente hermosa. Tampoco la solemnidad o el silencio que la ocupaban parecían distintos a los de cualquier otra. La sala de lectura era sobria pero agradable, decorada con maderas y motivos selváticos. Sin embargo, pocos lugares atesoran el encanto y el privilegio de almacenar la historia cuando la historia sigue estando al otro lado de la ventana.

La Biblioteca Amazónica de Iquitos es una pequeña joya anclada en el tiempo. Construida sobre un antiguo edificio noble a orillas del río Itaya, hoy pasa por ser la mejor biblioteca del mundo especializada en la Amazonía. Se trata de un proyecto privado nutrido con aportaciones voluntarias y muchas veces particulares. Cualquier pequeño libro, cualquier foto anónima que de testimonio de otro tiempo, cualquier dato interesante para reconstruir el pasado de esa tierra, es bienvenido. De todo ello se ocupa un religioso español, un veterano de la defensa de los derechos indígenas llamado Joaquín García, responsable también del Centro de Estudios de la Amazonía Peruana (CEAP), el más activo centro académico para documentar el ayer y el hoy de la inmensa extensión selvática del Perú.

Fue allí donde oí por primera vez el nombre de Roger Casement, y también donde escuché con insistencia las referencias a un río y a un territorio fronterizo entre Perú y Colombia llamados El Putumayo. En la historia universal de la infamia este lugar tiene reservado un espacio propio: los crímenes del Putumayo. Allí se explotó, esclavizó y masacró a miles de indígenas para encadenarlos de por vida a la extracción del caucho. El responsable de aquel horror, el magnate Julio César Arana, vivía cómodamente entre Lima y Londres rindiendo rentabilidades a medida que el precio del caucho ascendía en los mercados. Roger Casement, como antes hizo en el Congo Belga, denunció públicamente las atrocidades cometidas en nombre de la civilización y logró el efecto de destruir a Arana como empresario aunque no como político.

No muy lejos de la Biblioteca Amazónica se encuentra la mansión desde la que Arana edificó su imperio, una calle lleva su nombre y sólo recientemente el apellido Arana se ha asociado institucionalmente al trágico episodio que protagonizó. Ninguna calle de Iquitos recuerda a Casement y muy pocos saben en la ciudad quien fue. El Gobierno británico, responsable de su fusilamiento por traición durante la Primera Guerra Mundial, también ha contribuido a silenciar su figura. Ahora Vargas Llosa novela magistralmente su vida en “El sueño del celta”.

Mientras comienzo a leerla recuerdo aquella ventana desde la que era posible asomarse a un mundo prodigioso y rendirse a su grandeza. Al hacerlo pienso en la extraña condición humana que anida en seres capaces de convertir tales paraísos en un infierno. Y pienso en Conrad, amigo de Casement, cuando describió la maldad que habita “El corazón de las tinieblas”. Quizá esa biblioteca modesta pero digna pueda ser lo más opuesto a la realidad oscura que Casement presenció un siglo antes. Tal vez podría encarnar el sueño del celta.

UN HOMBRE EN CARABANCHEL

En mi barrio, durante la década de los 80, únicamente vivían dos personas famosas. Uno era Rosendo; la otra, Marcelino Camacho. Carabanchel no ofrecía muchos atractivos, quizás por eso nos gustaba señalar con orgullo el modesto piso donde siempre habitaba el hombre del cuello alto que protagonizaba portadas y aparecía en televisión. Muy cerca, sobresalía la cúpula de la prisión donde pasó una década. Hoy, al conocer la noticia de su muerte, siento que una persona digna y algunos de mis recuerdos desaparecen con él.

De Marcelino se dirán muchos elogios. Y seguramente merecidos, lo que no siempre ocurre con los obituarios generosos. Yo opto por el que personalmente me acerca más a él. Para mi será el hombre que nunca mudó de barrio. Creo que eso es decir mucho cuando con ello se reconoce la dignidad, la coherencia y la ética. Entre el personaje y la persona prefiero recordar a esta última, a quien supo vivir sin renunciar a sus ideas, ni siquiera aparcándolas discretamente para gozar de privilegios a los que siempre renunció.

Con una honestidad que hoy se extraña, nadie le recordó nunca de donde venía porque siempre lo supo, ni tuvo que preguntarse hacia donde iba porque siempre estuvo en el mismo sitio.

A veces las asociaciones de ideas son extrañas. Sé que no es el día pero no puedo evitar comparar su figura con ese otro personaje famoso por hacer exactamente lo contrario: mudar constantemente sin que nadie acierte nunca a ubicarle. Compartieron un tiempo, ciertas ideas, una militancia e incluso la cárcel. El primero hizo de ella una etapa en su camino, sin más. El otro utilizó un pasado para colgarse medallas que se oxidaron sin lustre.

De tanto reinventarse a sí mismo, este segundo personaje se ha convertido en un bufón irreconocible consumido por el ego. No es desde luego García Márquez, ni Henry Miller ni Jaime Gil de Biedma, por más que alguien camufle sus miserias con comparaciones absurdas.

Al final, el tiempo pone a cada uno en su sitio. Y aunque Marcelino no sea tan leído, ni tan viajado, ni tan erudito podrá presumir siempre de ser más honesto y mejor persona. De otros, en su búsqueda de la excelencia, sólo quedará el eco de sus disparates aunque los publiciten como destellos de genialidad.

¡Qué absurdo!, cuando lo realmente genial en este mundo de hoy es ser fiel a uno mismo y ganarse el respeto propio y de los demás. Lo fácil es perderlo, se esté en Japón o en España.

Va por tí, vecino.

LA MUJER SIN MIEDO

LA MUJER SIN MIEDO

“Se llama Marisol Valles García y solo escribir su nombre provoca respeto y miedo”. Qué gran inicio para una gran historia. Así comienza el artículo que hoy publica EL PAIS sobre la nueva jefa de policía de una pequeña ciudad fronteriza mexicana llamada Praxedis G. Guerrero. El nombre parece lo de menos porque lo importante es su ubicación. El municipio, de 3.400 habitantes, se encuentra muy cerca de Ciudad Juárez, en pleno valle de Juárez. Marisol Valles García, a sus veinte años, es la autoridad policial de uno de los lugares más peligrosos del mundo, un enclave asociado al horror desde hace muchos años. Sólo el año pasado murieron en Ciudad Juárez 2.600 personas de forma violenta, casi tantas como habitan el municipio donde Marisol Valles debe hacer cumplir la ley.

La llaman la mujer valiente. Es criminóloga y está casada. Ha aceptado el puesto que muchos han rechazado. Y no lo ha hecho por ambición, sino por responsabilidad, porque alguien debía hacerlo. Lo dice con humildad y sin que aparentemente le acose el temor o la duda. Es muy probable que todos esos miedos circulen secretamente por su mente, pero sabe disimularlos. En el municipio vecino hace unos días mataron al comisario de policía y su hijo.

La mujer cuyo nombre provoca respeto y miedo se ha hecho una primera fotografía ante su mesa de trabajo. Su físico es menudo, casi frágil. Es morena y lleva el pelo recogido en una coleta. Usa gafas y su mirada podría ser la de cualquier joven ilusionada en su primer día de trabajo. Vista la imagen sin saber nada de ella, Marisol competiría con tantas funcionarias en una jornada laboral ordinaria: papeles, un ordenador, una bufanda, un bolso y un ligero desorden alrededor. Pero otros elementos nos advierten pronto del error: una porra policial cruza la mesa. A su lado, un micrófono. Detrás aparece una reja y un chaleco antibalas. En una esquina asoma una rosa.

Todos esos objetos parecen incongruentes, como si alguien los hubiera dejado allí por olvido o por error. Ninguno de ellos concuerda con la estampa delicada de Marisol. Observada en su conjunto, la escena no predispone al miedo sino al respeto, incluso a la ternura, porque asusta imaginar cada una de las jornadas con las  que la voluntariosa Marisol deberá convivir. Incluso asumiendo el riesgo, aceptando que la suya es una tarea heroica, resulta imposible ponerse en su piel sabiendo que estará en la diana de asesinos provistos de fusiles AK-47.

Sin embargo, Marisol no parece arrepentida. En otras fotos se muestra tranquila y hace gala de un coraje prudente. Sin ser temeraria, se ajusta al sobrenombre que ya ha merecido: la mujer valiente. La mujer cuya realidad supera toda ficción.

LAS PALABRAS JUSTAS

Siempre suele cumplirse la máxima: quienes más hablan son quienes más deben callar. Hay personajes públicos con una habilidad especial para decir lo que no deben y hacerlo sin pudor. Es más, cuánto más chirría el exabrupto más orgulloso parece su autor de encarnar tan elevada seguridad en su propio discurso. Entre los políticos esta especie no está en absoluto en vías de extinción. Por el contrario, parece propagarse con un riesgo de contagio directamente proporcional al rédito electoral que se le atribuye.

Hay especialistas en cultivar la prosa desafortunada. Esperanza Aguirre es sin duda una merecida maestra. Su verbo fluido oscila entre lo populista, lo chulesco y lo chabacano. Todo por la libertad de expresión. Ocurre que suele quedar tan encantada de lo que dice que sus oídos son incompatibles con otra libertad de expresión que no sea la suya. Los pitidos para otros son música celestial; para ella, una descortesía que merece la censura. Si una entrevista le parece comprometida, la libertad de información se convierte en un peligroso ejercicio de parcialidad contra su persona. Ahí están los casos de Germán Yanke y Ana Pastor. Esperanza Aguirre gusta de la expresión llana y la palabra precisa. Se proclama sincera. Pero si a ella se la etiqueta con la claridad que reclaman sus ideas niega la mayor: ella es liberal, no conservadora. Bien.

En los juegos de palabras las trampas suelen volverse contra los tramposos. Vienen a ser los que más hablan quienes más deben callar. Gerardo Díaz Ferrán abusa, sin duda, de un concepto pobre de los demás. Te llama tonto en la cara y cree que te ha dicho las verdades del barquero. La última perla cultivada (trabajar más y cobrar menos) del bueno de Gerardo merece un estudio en profundidad sobre la mente atormentada de la que aflora. Freud no sabría si esta frase o aquella otra de comienzos de la crisis (hay que interrumpir el capitalismo temporalmente) corresponden a un soñador o a un sonambulista.

Cierto que la política es un género apto para la fantasía. Zapatero se crece en Ponferrada y vaticina nuevas victorias propias, futuros fracasos ajenos. Quizás sea un exceso de optimismo o la visualización de otro sueño. Pero, en todo caso, la prudencia parece una virtud escasa en tiempos de zozobra. Lástima, porque es cuando más se necesita.  

EL GRAN CARNAVAL

EL GRAN CARNAVAL

Creo que este planeta más global que nunca ya no se mueve por las leyes de la física sino a golpe de espectáculo. Mil millones de personas vieron el rescate de los mineros chilenos, más de los que siguieron el Mundial, casi tantos como los que siguieron atónitos la muerte pilotada del 11-s. Tres hitos que han marcado la memoria colectiva de la humanidad en la última década.

En Chile el espectáculo no ha hecho más que empezar. Ahora comienza un serial televisado bastante más vergonzante. Las exclusivas pueden ser millonarias, se habla ya de 30.000 euros por entrevista, el equivalente a seis años de trabajo en la misma mina que podía haber sido una tumba y que hasta ahora dilapidaba impunemente la salud de sus trabajadores con condiciones de trabajo indignas.

El final feliz nos ha sumado en una euforia contagiosa. Afortunadamente, esta vez la tragedia se ha evitado, pero será más difícil impedir la falta de escrúpulos. No tendrán ellos la culpa. Las ofertas que reciban pueden significar la oportunidad de su vida, la salida de un túnel más angosto y profundo del que han abandonado. Habrá incluso quién no sólo aprecie la posibilidad de ser rico en unas horas. Habrá quien valore más la fama, la celebridad de un plató de televisión, la tentadora mirada emocionada de millones de espectadores, la vanidosa creencia de sentirse importantes.

Todo ello les envolverá durante un tiempo, presionará sus vidas como si nunca hubiesen abandonado la cápsula metálica que les ha arrancado de la muerte, les obligarán a bajar una y otra vez al infierno del que han salido, y llegarán quizás a pensar que aquello es lo mejor que les ha pasado en sus vidas duras y humildes. Nadie les recordará que pasada la tormenta, cuando las lágrimas y los testimonios ya no sean rentables, se les devolverá al anonimato y en el mejor de los casos al recuerdo sincero de mucha gente de buena fe.

Sorprende que en dos meses de cautiverio a 700 metros de profundidad los 33 mineros hayan resistido enteros, no sufran daños y ni siquiera muestren en apariencia secuelas psicológicas. Dice mucho de su entereza y de la capacidad de resistencia que se atesora en el desierto de Atacama. Trabajo duro requiere de hombres duros. Pero dudo de si sabrán soportar el acoso mediático que les aguarda. Vivirán una vida prestada para lo que de poco sirve la terrible experiencia adquirida en estos dos meses.

Lo decía hoy Hernán Rivera Letelier: 33 cruces que no fueron. Dejémoslo ahí. Quedémonos con el ejemplo. Ahorrémonos el espectáculo.

EL DISCRETO ENCANTO DEL SECUNDARIO

EL DISCRETO ENCANTO DEL SECUNDARIO

No se me ocurre otra palabra más apropiada para definir a Manuel Alexandre que la de entrañable. A mí siempre me lo pareció. Entrañable sobre el escenario, ante las cámaras o simplemente en la mesa del Café Gijón en la que todas las tardes comulgaba con el rito de la tertulia y el café.

Alexandre pertenecía a esa extraña clase de personas que tienen ganada de antemano la simpatía de la gente. Su aspecto arrancaba una sonrisa cómplice por el mero hecho de asistir al despliegue de su encanto natural: la sonrisa tímida, los ojos melancólicos, la mueca de bondad que afloraba sin esfuerzo, la voz reconocible y dulce, lenta como una caricia en el aire.

Fue el secundario por definición, el actor alejado del primer plano que conseguía imponer su presencia discreta a fuerza de talento. Uno podía no recordar el título de la película pasado un tiempo, u olvidar quién la dirigió, pero siempre recordaba que en ella trabajaba Alexandre, ese actor mayor de voz inconfundible que llenaba la pantalla y espacios en nuestro recuerdo.

Tuve la suerte de verle alguna vez aunque nunca le traté. Le veía sentado en su mesa de siempre, junto al ventanal desde el que Madrid se presenta como un escaparate de luces y sombras, con los ojos glaucos fijos en el cristal y la taza de café entre las manos. Solía acompañarle Álvaro de Luna. Por la tertulia pasaba mucha gente, y Alexandre parecía en la distancia un atento oyente. No hablaba demasiado.

Tenía fama de avaro y mujeriego, y parece que la reputación era merecida. La acreditada soltería de Alexandre no procedía de un supuesto recelo hacia las mujeres, sino de todo lo contrario: le gustaban tanto que no podía limitarse a una sola. Su apego por el dinero es herencia de otros tiempos, años difíciles en que la vida de un actor se desenvolvía entre la pobreza y el teatro itinerante.

Se ha ido un grande. Queda su imagen, su voz, y un espacio vacío en un café que fue su segunda casa. La primera siempre fue el escenario.

EL DISCURSO DEL MIEDO

Creemos que cambiamos, que evolucionamos, que mejoramos, pero no es así. Mantenemos una apariencia de confiada seguridad en ser más modernos, más razonables que quienes nos precedieron, pero no siempre es así. Es suficiente con rascar un poco la superficie para comprobar que la sangre mana por las mismas heridas de siempre. Y me temo que también nos asustan los mismos miedos, los temores subjetivos de siempre.

Leo que Josep Anglada ha estado en Madrid presentando un libro. Se llama “Sin mordazas y sin velos”. Y es cierto que su autor, concejal en Vic y presidente de “Plataforma por Cataluña”, se expresa con toda rotundidad, según él diciendo las cosas como son, no como las ve, simplemente como son. Ya debería uno desconfiar de alguien que sólo comulga con la verdad absoluta. Pero hay más: Anglada se enorgullece de un discurso provocador, xenófobo bajo cualquier punto de vista, y extremista. Una de las frases más celebradas de su presentación fue:” Aquí ya no cabe nadie más. Hay que expulsar a los musulmanes de España.” Alguien parece que gritó a continuación: “Y a los sudacas también.” Y el auditorio, unas 150 personas, irrumpió en aplausos.

No era un auditorio concurrido sólo por radicales con la masa encefálica disuelta por el discurso del odio. En absoluto. El acto se había programado para dar una apariencia de seriedad, el educado debate que no fue, para adornar una ideología extrema con las virtudes de la reflexión. Buscaron rostros conocidos: periodistas como Enrique de Diego; la anunciada presencia de Jesús Neira finalmente ausente; el nieto de Blas Piñar; o Miguel Bernat, presidente de esa cosa extraña llamada “Manos Limpias”, cuyas manos nunca muestra y desde luego no parecen limpias. Lo mejor de cada casa.

Hay que agradecerle a Anglada su sinceridad. Ni niega ni rechaza su pasado. Militó en Fuerza Nueva y era hombre de confianza del notario más temido de la transición. Quizás por ello hoy se ha impuesto la misión redentora de dar fe del abismo al que estamos abocados. Otros como él celebran que aún haya voces claras que se eleven sobre la mediocridad política y la corrección del pensamiento único. Se trata de eso: de llamar a la cosas por su nombre y proponer soluciones sin rodeos. Supongo que creen haber descubierto la pólvora de la autenticidad, la esencia del hombre valiente, la visión luminosa que refleja la ceguera de los demás, la voz de los que llevan treinta y cinco años silenciados.

Tan convencidos están de su verdad que les falta lucidez para reconocer que no hay nada nuevo en sus ideas, únicamente la misma retórica excluyente que hace setenta años se llamaba fascismo y ahora disfrazan de movimiento ciudadano. Tampoco les mueve una repentina inspiración: simplemente se activan cuando su olfato huele el miedo de los demás, la fuente natural de la que beben.

En una cosa estamos de acuerdo: llamemos a las cosas por su nombre.

EL SUEÑO DEL INCA

EL SUEÑO DEL INCA

Pienso en Vargas Llosa y la feliz noticia del premio Nobel me devuelve un rostro agradecido: es la cara marcial y seria, la estampa uniformada y viril del capitán Pantaleón Pantoja. Desde Iquitos o desde la sierra el militar más célebre del Amazonas sostiene una sonrisa de anuncio, estupenda. Cuesta trabajo reconocerle. Han pasado 40 años. Pero no desmerece la edad. Al contrario; le añade solemnidad a un cuerpo concebido para arrastrar una leyenda. Pantaleón Pantoja y sus visitadoras fueron tan reales como la ficción que Vargas Llosa añadió para hacer de un recorte periodístico un ejercicio divertido de talento literario.

Cuesta más imaginar el rostro mancillado del dictador dominicano. El Chivo nunca fue fotogénico. Pero también él, que tanto hubiera hecho en vida por eliminar al autor de la novela, tiene mucho que agradecerle. Su nombre perdura gracias al retrato veraz que Vargas Llosa realizó sobre la dictadura de Trujillo. Le habría ignorado, expulsado o asesinado, pero hoy mantiene una deuda de gratitud: nunca un Nobel había escrito su biografía, aunque fuese para reflejar el expolio que protagonizó.

Ninguno de ellos fue Sir, ninguno de los personajes de Vargas Llosa fue espía, ni aventurero, ni navegó el Congo con Joseph Conrad, ni compartió con él la visión del corazón de las tinieblas. Roger Casement sí. Y Vargas Llosa le ha vuelto a situar en el lugar del que la historia le desbancó. Desde las páginas calientes, recién impresas, de la nueva novela de Vargas Llosa, Roger Casement reclama un espacio propio en el universo de los personajes imposibles. También él, que fue diplomático, viajero, escritor, poeta, conspirador, defensor de los derechos humanos, espía, traidor, reo y carne de horca, sonríe desde el pasado para celebrar una doble alegría: para su regreso no pudo encontrar mejor padrino.

También se celebra en la ciudad de los perros, en el colegio Leoncio Prado, en la Catedral, en la Casa Verde, en los Andes que recorre Lituma y en los que no, en el gabinete de la tía Julia sin escribidor, hasta se conmueve la niña mala, y dicen que el eco ha llegado incluso a los sertones lejanos de la Amazonía donde un día estalló la guerra del fin del mundo.

Puede que hasta ese otro gran mago que se le anticipó en la concesión del Nobel haya olvidado que un día se enemistaron para recordar que antes habían sido íntimos amigos, y quizás, sólo quizás, García Márquez celebre en la intimidad que algo más les une. No sólo la buena literatura.

Si Vargas Llosa tuvo un sueño es posible que hoy se haya cumplido. Alguien dirá que sólo se cumplió un vaticinio que ya anticipaba el título de su nuevo novela: ”El sueño del celta”.

 

“El sueño del celta” sale a la venta el próximo 3 de noviembre editado por Alfaguara

LA ESPERANZA VERDE

LA ESPERANZA VERDE

De las elecciones brasileñas el dato que más gratamente me ha sorprendido es el excelente resultado de Marina Silva. Exministra de Medio Ambiente de Lula, 52 años, ecologista y ahora factor determinante en la segunda vuelta. Al frente del Partido Verde, esta mujer luchadora y humilde ha obtenido casi el 20 por ciento del sufragio, unos 20 millones de votos, muy por encima de las expectativas y los sondeos.

 En un país como Brasil, cuyas más de dos terceras partes son territorio selvático, Silva ha situado a la Amazonía como eje de su programa político. A diferencia de la clase gobernante convencional, que entendió la Selva como una despensa abierta a incontables negocios, desde la madera al petróleo, Silva manifiesta una sensibilidad capaz de invertir la visión de los mandatarios brasileños. La selva no es infinita ni el expolio de la misma es gratuito, viene a decir en su programa. Es el principal patrimonio de Brasil y seguramente el último rincón realmente natural del planeta. Cuidar, proteger y mantener la Amazonía no es únicamente una cuestión de ecologismo utópico en un país que ha enderezado su crecimiento y el nivel de desigualdad, sino una necesidad para garantizar un desarrollo inteligente. Pensar que veinte millones de brasileños han compartido ese discurso parece un síntoma de que algo puede estar cambiando en la conciencia global. 

Marina Silva sabe bien de lo que habla. Se crió en la selva, trabajó en el caucho y no aprendió a leer y escribir hasta los 16 años. Quien conozca el proceso de extracción de la goma (la balata la llaman en Brasil) sabe que ha sido y es uno de los trabajos más duros del mundo. En la primera mitad del siglo XX la selva se convirtió en una suerte de Dorado al calor de las ingentes riquezas que propiciaban el caucho y el oro. No hace tantos años que centenares de trabajadores morían consumidos por la malaria y las condiciones de trabajo en lugares remotos de la jungla amazónica y unos pocos más que en la selva se realizaban partidas de esclavistas para capturar centenares de indígenas a los que después obligaban a extraer el caucho. Mujeres y niños eran vendidos como sirvientes en las plazas de Armas de Manaos o Iquitos. No es necesario remontarse al pasado, sucedía en pleno siglo XX. 

De la lucha contra esa esclavitud consentida surgieron líderes como Chico Mendes, asesinado años después por los sicarios de los patronos de las haciendas, y el propio Lula da Silva. Marina Silva creció en una época menos ingrata pero bebió de la misma corriente de justicia que cree que la selva es el aliado y no el paraje en el que otros cocinan sus fortunas.  

 Hay dos libros que retratan magníficamente esta realidad: “El río de la desolación” de Javier Reverte y “Senderos de libertad” de Javier Moro.

UN TRAIDOR COMO LOS NUESTROS

UN TRAIDOR COMO LOS NUESTROS

A John le Carré la cabe el honor de haber elevado el espionaje a género literario de altura. No ha sido el único, pero sí el primero y más tenaz en rescatar del bazar de aventuras y lances de acción las tramas ocultas desde las que penden los hilos visibles que nos gobiernan.

En su obra todo es ficción, pero se trata de una inventiva veraz, anclada en la realidad, que exagera o matiza, que altera o distorsiona, pero cuyos lazos con el mundo auténtico son tan sórdidos como reales.

Bajo la apariencia de espionaje, de intriga, de suspense, Le Carré dibuja un mundo corrupto donde imperan los hombres corruptos que tejen redes que corrompen a otros, en una cadena sin fin. No hay aliento cálido en sus textos, sólo descripciones frías y desalentadoras.

El poderoso, el político, el hombre de negocios resulta implacable en cada una de sus obras. Especialmente en las últimas, como el retrato feroz que dibuja en “El jardinero fiel” o la denuncia del autoritarismo del Estado ruso en “Un traidor como los nuestros”, su último libro.

De este perfil descarnado sólo exceptúa a las víctimas, personas sencillas atrapadas en redes que escapan a su control, de las que desconocen su existencia y ante las que finalmente sucumben. No salen mejor parados los propios servicios de inteligencia, particularmente el británico, del que Le Carré formó parte y de cuya experiencia nutrió sus primeros libros y quizá toda su visión posterior.

Seguramente alguien como Kim Philby habría suscrito la misma lectura de un mundo que compartieron en épocas distintas. Si alguien encarna la traición y el éxito no es otro que Harold Adrian Russel Philby. Nadie supo como él disfrazar sus lealtades y elevarse durante tres décadas y tres guerras por encima de las sospechas hasta erigirse en el más devastador agente doble infiltrado por la inteligencia soviética en Occidente.

Siempre estuvo ligado a España. Sus inicios como espía los forjó en la guerra civil. Pudo asesinar a Franco cuando éste le condecoró personalmente en 1938 como periodista de The Times. La hipótesis del magnicidio frustrado siempre ha conducido a elucubrar cómo este hombre desconocido para la mayoría, un periodista inglés de buena familia, habría podido cambiar el curso de todo un país.

Cuando desertó a Moscú en 1963 era coronel emérito del KGB. Dos de sus más leales agentes y amigos, Guy Burguess y Donald McLean, habían huido antes y su pista conducía inequívocamente a Philby. Al despedirse de un antiguo amigo en Madrid no descuidó las formas adquiridas en Cambridge ni el talento atesorado durante años: le envió una postal con la imagen de los tres reyes amigos camino de Oriente; su modo de confesar que era el tercer hombre camino de Moscú.

Philby fue y sigue siendo no sólo un traidor para su país, sino EL traidor, posiblemente el más humillante escándalo para el Imperio británico durante el siglo XX. Él, que incluso en Moscú conservó la flema sajona, como mantuvo su querencia por el whisky y el cricket, se limitaba a responder con desgana: “Nunca he sido un traidor a mis ideas”.

Fernando Rueda recrea en una reciente novela (“La voz del pasado”) la estancia intermitente de Philby en España a lo largo de los años, la sorprendente vida de este nómada perpetuo que si fue un traidor fue en todo caso un traidor como los nuestros.