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SUMA DE LETRAS

FRAGMENTOS DE UNA RUBIA

FRAGMENTOS DE UNA RUBIA

Era suficiente una mirada para captar la atención sobre ella. Poseía un magnetismo que en la pantalla traspasaba años y modas. Imagino que en el trato personal debía dejar la huella imborrable de una presencia poderosa, del mito descendido a la condición de humana, de la leyenda encarnada en ser inolvidable. Y ella, que ha sido muchas cosas, que se la ha definido de muchas otras, sobre la que se ha dicho todo, que no era perfecta ni lo pretendía, se ha convertido sobre todas sus demás virtudes en eso, precisamente eso: inolvidable.

Se alzó sobre el pedestal de un cuerpo prodigioso para imponer su rostro dulce e inocente, ondear su melena teñida, sus destellos platinos tan pálidos como su piel. Poseía el don de incitar sin apenas mostrar, como si en cada mirada descargase una dosis de sensualidad involuntaria, ajena a su natural condición de mujer frágil y vulnerable. Quizás en esa mezcla extraña de erotismo e inocencia residía, más que en sus curvas, el secreto de su éxito.

Decían que no era buena actriz, que se limitaba a hacer de sí misma, que el papel de rubia tonta se ajustaba a su perfil como un guante y que resultaba insoportable en los rodajes, no tanto por su carácter sino por sus hábitos erráticos.

Siempre he estado seguro de que no era así. He querido creer que ella sólo hacía de sí misma en la soledad de un hotel, sin estar a la vista de nadie. Norma Jean siempre interpretaba un papel ante los demás, delante y detrás de las cámaras, y quizás esa imagen evanescente que fluía desde sus piernas y ascendía vibrante por sus caderas hasta anclarse en sus ojos, se adaptó tanto a ella, y ella a su imagen, que acabaron por confundirse.

También nos confundimos los demás. La rubia tonta de cuerpo espectacular era más que una cáscara memorable. Ocultaba un interior sensible y torturado, una personalidad insegura, realmente frágil, un ser culto con inquietudes artísticas, un espíritu libre que no encajaba en el talle ceñido y el pecho puntiagudo que desfilaba por la pantalla.

Posiblemente fue Billy Wilder quien mejor comprendió a la persona y ello le permitió sacar el mejor rendimiento del personaje. Obró con paciencia, disculpó sus retrasos, sus pérdidas de memoria o la caótica vida nocturna y amorosa de una mujer que sólo buscaba compensar así su soledad. Y en ningún otra película la vimos tan radiante como en “Con faldas y a lo loco”, tan plena de ella que si hubiera sido muda igualmente habría monopolizado la atención. Rivalizó en esplendor con un título menor pero para mi gusto delicioso: “La tentación vive arriba”. Y arriba, en el lugar de los mitos que nunca te olvidan porque nunca les olvidas a ellos, siguió habitando muchos años más, incluso después de su suicidio a los 36 años.

Más de 40 años después de su muerte la cáscara prodigiosa se desnuda ahora definitivamente para mostrar un interior crudo y triste. Norma escribía desde adolescente, desde que quedó huérfana de padre y su madre apenas se ocupó de ella presa de la demencia. Aprendió a convivir en soledad y a comprender a su pesar que el físico le permitía abrir más puertas que sus poemas. Pero nunca renunció a escribir. Lo hacía en las pausas de los rodajes, en la intimidad de los moteles, en las raras épocas de estabilidad que conoció en su vida, y en todo momento afloraba la misma persona condenada ser infeliz. Ella lo escribió en una de sus frases más lúcidas: “sé que nunca seré feliz pero puedo ser muy alegre”. Y nos volvió a engañar.

“Fragmentos”, una selección de textos manuscritos inéditos de Marilyn Monroe se publica la próxima semana en Seix Barral.

LA CAÍDA DE LOS GIGANTES

LA CAÍDA DE LOS GIGANTES

Es tan sólo una curiosa casualidad. 28 de septiembre, víspera de Huelga General. Sale a la venta en todo el mundo la nueva novela de Ken Follet. Para quien no lo sepa, y es difícil considerando la letra impresa que destila cada libro del galés, la obra tiene por título “La caída de los gigantes”.

Follet despierta pasiones, a favor o en contra, aunque la crítica suele ser unánime en rechazar sus trabajos como lectura de usar y tirar. Bien. Como suele ocurrir, es el público quien silenciosa y lealmente le devuelve de la papelera a las vitrinas de éxitos editoriales. Hoy es el autor actual más leído en España. En el Reino Unido “Los pilares de la tierra” fue elegido como uno de los cien libros más importantes de la historia, en Alemania se le consideró el tercer libro más popular después de la Biblia y el señor de los Anillos. De esta obra y su continuación, “Un mundo sin fin”, se han vendido siete millones de ejemplares. Del conjunto de sus novelas, veintiséis en total, se han despachado urbi et orbe cien millones de libros.

Las cifras son para impresionar al más cuerdo, y me malicio que muchos de quienes reniegan de sus textos firmarían miles de páginas idénticas si les concediesen la misma fortuna. No soy, pese a esto, admirador de Follet. Apenas he leído tres de sus libros, pero reconozco en su prosa la clave oculta del best seller, tan sencilla de diagnosticar como difícil de emular: trama comprensible, conceptos sencillos, frases breves, descripciones justas, intriga, amor, pasión, y, en su caso, acción y espionaje. Mézclese en las dosis adecuadas, añádase una campaña de publicidad ad hoc y la popularidad del nombre hará el resto. Por cierto, Plaza & Janés ha diseñado una promoción a la altura de las expectativas: el encarte publicitario parece el catálogo de un museo y  la rueda de prensa de Follet prevista para el 20 de octubre se reviste de la espectacularidad de un acontecimiento único. Será en el museo del ferrocarril.

Follet amenaza – dirán muchos – con una trilogía que desnuda el siglo XX. Cómo estar bendecido por la gloria no otorga necesariamente originalidad, el título del proyecto es “The Century”, del cual “La caída de los gigantes” es el primer título.

Leo en la contraportada: ”…narra la historia de cinco familias durante los años turbulentos de la Primera Guerra Mundial, la Revolución rusa y la lucha de hombres y mujeres por sus derechos.” Promete, en fecha tan señalada. De ahí la casualidad.

Mañana comenzaré a leerlo con la esperanza de que un siglo después no encuentre más parecidos con la realidad actual. Añade Follet:  ”Esta es la historia de mis abuelos y de los vuestros, de nuestros padres y de nuestras vidas. De alguna forma es la historia de todos nosotros.” Y eso deseo leer en las noticias del jueves: que no desandamos el camino del pasado, que fuimos conscientes de cada paso adelante.  

Y en todo caso, yo aprovecharé para secundar la huelga y leer a Follet, dos cosas que no parecen recomendables ni deben ser necesariamente incompatibles. El título y la fecha inspiran a ello. Simple y pura casualidad. Por cierto, supera las mil páginas.

DUDAS Y RAZONES

Contra lo que se piensa, transitar por la indecisión no es cómodo. Quizás lo es si en nada te interesa el asunto en cuestión, pero no si careces de una opinión firme sobre algo que te preocupa. Creo que a mucha otra gente le ocurre lo mismo en relación con la huelga general: está indecisa o poco convencida de la decisión tomada.

Entiendo muchas de las dudas razonables que se han emitido sobre la huelga. A mí también me parece que está convocada a destiempo, que posiblemente sea inútil en su objetivo último de desmontar la reforma laboral (aunque espero equivocarme) y que mucha gente básicamente no ha conectado con ella porque, en la inmediatez cotidiana de la crisis, infunde más miedo llegar a fin de mes que un despido más barato en el futuro.

Puedo comprender muchas de las críticas y reproches formuladas contra los sindicatos y algunos de sus delegados. Cualquiera conoce ejemplos de que la desidia anida en todos los ámbitos y los sindicatos no son una excepción.

Pero me pueden los argumentos contrarios. Supongo que yo tampoco soy una excepción en el sentido de guiarme más con el corazón que con la cabeza. Y aquí, más allá de los motivos concretos, hay un pulso del que no sólo depende la letra pequeña de la reforma laboral.

Basta con oír y leer los comentario/artículos que desde hace meses desprende determinada prensa. Tienen todo el derecho, evidentemente, pero también se les debe suponer coherencia en sus juicios, porque esos mismos medios no hace tanto clamaban por la necesidad de una huelga similar.

Resulta evidente que hay una campaña contra el sindicalismo interesada y oportunista. Madrid es un clarísimo ejemplo. También lo es de cómo muchos sectores políticos y mediáticos entienden que el sindicalismo es la única oposición real a un discurso que ha acabado suscribiendo el propio Partido Socialista. A Esperanza Aguirre no le inquietan tanto las primarias socialistas como sus visitas a hospitales abucheada por sindicalistas. Ellos son su adversario incómodo en la calle y a ellos les ha declarado su particular batalla.

Por supuesto que hay sindicalistas caraduras y aprovechados. Es un argumento tan veraz como el que yo puedo alegar si digo lo contario. Conozco a muchas personas honestas y comprometidas que entienden el sindicalismo como una herramienta práctica de justicia social. Y yo creo en ese sindicalismo. El debate de las siglas y los nombres me es ajeno.

La cuestión de fondo, en definitiva, es si mantenemos una sociedad civil como hoy la conocemos o avanzamos sin freno pendiente abajo hacia una sociedad individualista donde el único derecho efectivo sea el que imponga el mercado y la única ley válida, la de la oferta y demanda.

No sé quién ganará si la huelga es un éxito, pero si quien perderá si fracasa. Esa es la única pregunta cuya respuesta me ha hecho decididirme.

LA MALETA DE CAPA

LA MALETA DE CAPA

Hay fragmentos de la Historia que se resisten a disolverse en el pasado. Una vez tras otra irrumpen en el presente para recordarnos que existe un frágil lazo que nos ata al ayer. Siempre he imaginado que aquella fantasía romántica de la máquina del tiempo hubiera sido un artefacto prodigioso, tanto como temible, porque supongo que si ya resulta difícil vivir en una época hacerlo en dos debe ser empresa de alto riesgo. Pero el juego de dominar el tiempo ha resistido precisamente su propia inercia y nada hay tan constante en la Historia como el capricho de desandar los pasos que nos conducen al presente. 

Hoy esa máquina se nos presenta real y mítica en una simple maleta. Su propietario era Robert Capa y contiene tres mil negativos inéditos en su mayoría sobre la Guerra Civil española. Hace meses se anunció el hallazgo, sepultado durante setenta años en una vivienda de México, y hoy El País desvela alguna de las fotografías que por primera vez ven la luz. Entre ellas hay un retrato desconocido de Federico García Lorca tomado en Madrid dos meses antes de su fusilamiento. El Centro Internacional de Fotografía en Nueva York acogerá desde mañana una muestra con la mayor parte del material recuperado y el mismo diario anuncia para el próximo suplemento dominical un amplio reportaje sobre el legado desconocido de Capa. 

Pocas veces la Historia juega con nosotros como en esta ocasión y pocas veces se tiene la impresión como en ésta de que la Historia es un ente material y concreto que puede caber en una maleta. Resulta muy tentador imaginar una parte esencial de nuestro pasado contenida en negativos oscuros, viajando de mano en mano: de Capa al embajador mexicano en Francia y de éste a un familiar anónimo en México hasta quedar depositada en un desván inservible apilada junto a objetos de que los nadie se ocupó en siete décadas. A veces la Historia es así de caprichosa. 

Viendo hoy la foto de Lorca, un retrato nítido y radiante, parecía que el pasado brotaba del papel periódico para aferrarse a unos titulares aburridos que nos hablan de un presente que se debate entre crisis y presupuestos. Y entre tanta letra menuda los ojos de Lorca miraban sonrientes, ajeno al fin próximo que ya se había dictado, mostrando la cotidiana normalidad de un poeta al comienzo del verano, con su presencia noble en blanco y negro, los colores del ayer, para decirnos que el pasado está vivo y habita entre nosotros. Hoy el periódico nos ha dado una gran lección de Historia, aunque quepa en una maleta.  

 

 

DOCE HOMBRES SIN PIEDAD

DOCE HOMBRES SIN PIEDAD

Residencia del embajador español en la ONU. Nadie hubiera pronosticado que en ella se forjaría la imagen que retrata una crisis, quizás una época y posiblemente la única foto imprescindible del archivo público de Rodríguez Zapatero.

La fotografía ilustra hoy la portada de casi todos los diarios. No es para menos. Parece una imagen anodina y, sin embargo, contiene todas las claves del naufragio en que nos debatimos desde hace dos años.

Toda buena fotografía es rica en detalles y en ésta resultan reveladores. La puesta en escena no desmerece la importancia de la cita. Una mesa sobria, un desayuno que no peca de frugal pero tampoco parece excesivo, unas flores neutras y la apariencia límpida de una reunión exquisita. Se diría incluso que el ambiente está bañando por el aroma del perfume masculino y que en él flotaran palabras educadas en voz baja. No hay ninguna mujer.

Las buenas imágenes retratan la realidad con una verdad simple. Se diría incluso que de ella trascienden palabras invisibles que sólo capta la retina sensible del lector. Podrían haber publicado la fotografía desnuda, sin texto adicional, y creo que la mayoría se habría compuesto un relato verosímil de lo que allí ocurría.

Vista con la perspectiva de los últimos meses, la imagen se multiplica en lecturas. En ella figuran rostros, nombres y firmas desconocidos para la mayoría. Juntos integran la aristocracia financiera global. Pocas veces se asiste a una reunión pública del auténtico lobby que decide políticas, hunde economías, cambia gobiernos o fija el valor de una moneda. Su poder es tan sombrío como efectivo, pero son plenamente conscientes de que sus fondos de inversión billonarios influyen más que el Boletín Oficial del Estado.

También cuentan en su haber, por supuesto, con la responsabilidad de la actual crisis, pero nunca temieron en verdad sus efectos. Una vez pasada la tempestad, han recogido redes y comprobado que los caladeros siguen intactos, incluso más expuestos que nunca.

Una segunda lectura sitúa entre ellos a un personaje ajeno. Rodríguez Zapatero acude como anfitrión pero muestra la actitud de un invitado. Los rostros lo expresan bien. Apenas fingen el desdén o el aburrimiento. Por supuesto, ningún reproche enturbia el clima cordial. Da la sensación de que la escena capta el momento en que el general derrotado rinde la posición al ejército vencedor, o que los profesores examinan la lección aprendida de un pupilo advenedizo.

Por supuesto, estas reuniones siempre concluyen educadamente. La discreción es norma de uso obligada en los confines de Wall Street. Pero hay una frase final, un balance nimio en boca del más célebre escualo. Acostumbrado a que sus palabras sean la biblia del especulador, Georges Soros dicta sentencia: “Ha sido una charla agradable”. Es suficiente.

Hoy todos respiran más tranquilos. EL Wall Street ha cambiado su beligerancia y dedica a Rodríguez Zapatero un elogioso artículo. El sónar afilado de los mercados ha captado perfectamente la señal sutil de Soros y compañía. El pupilo ha aprendido. Bambi ya se codea con tiburones y hasta hay quien, siguiendo el símil cinematográfico, lo ilustra con un título más apropiado: “Nuestro hombre en Madrid”.

Yo prefiero el blanco y negro de un drama que delata mejor la condición humana: “Doce hombres sin piedad”.

UN PAÍS EN TU MOCHILA

UN PAÍS EN TU MOCHILA

No voy a decir nada sobre José Antonio Labordeta que otros con más criterio y más conocimiento de él no hayan dicho ya. Nunca le conocí personalmente pero, como muchos, seguí sus andaduras con mochila y presencié sus andanzas políticas quizás desde la lejanía, pero siempre con interés y simpatía.

Creo que lo mejor que se puede decir de un político es lo que puede decirse de Labordeta: no era un político. O al menos no aspiraba a ser un profesional de la política. Accedió a ella desde la militancia antifranquista pero siempre navegó en sus aguas con la vela desplegada, a la vista de todos, con el viento a favor o en contra, pero con un rumbo firme que no se plegaba a los cambios de corrientes. Labordeta siempre era reconocible al timón de un bote sencillo, frágil, siempre en riesgo de zozobrar entre las embestidas de otros grandes buques, pero supo, orgulloso y terco,  como buen aragonés, mantenerse a flote sin dejar de mirar de frente a quienes le esperaban en la orilla.

Creo que lo mejor que puede decirse de alguien es que era un tipo digno y honesto. Y quiero pensar y quiero creer que el reflejo de ambas virtudes que Labordeta proyectaba se ajustaba a su perfil real. Con mochila o sin ella sobre la espalda de Labordeta recaía el peso de una vida azarosa, comprometida y leal. Y no por ello renunció a llamar a las cosas por su nombre, a mantener una sana distancia del oponente sin por ello desacreditarle, a compartir en público su ira y su bondad, que ambas pueden ser compatibles porque ambas son humanas. Esa misma ausencia de corrección política, su huída de la exquisita altura a la que parecen elevarse algunos personajes públicos, le hizo parecer ante el pueblo como uno más, un hombre sencillo, honesto y coherente.

Dicen que se ha ido la voz del pueblo, y es posible; una pérdida doblemente sentida en un momento en que el pueblo parece más mudo y huérfano que nunca. Yo prefiero creer que se ha callado una voz sensata y noble que hablaba con el corazón. Se ha callado pero queda su eco, quién sabe si ya permanentemente conservado en una mochila pequeña pero honda donde me gustaba pensar que cabía un país y una forma de ser.

Quizás aprendan de él los asesores de imagen que se devanan a la búsqueda de un perfil agraciado para un político que no lo es. Y dan ganas de decir que no pierdan el tiempo. Que eso se nota, que no se aprende ni se vende, que se puede fabricar un candidato pero no una gran persona. Y la diferencia es clara. Basta comprobar cómo han recibido en la orilla a la nave endeble y terca que nunca cambió de rumbo. Ellos sabían en qué punto esperarle, y él no les decepcionó. Feliz viaje Labordeta.

 

LA VIDA DE LOS OTROS

De las últimas noticias dos me han interesado especialmente: el informe de la FAO sobre el hambre en el mundo y un estudio sobre los hábitos de lectura en España. Creo que ambas informaciones son bastante más decisivas que el guirigay político habitual. Y seguramente, también más reveladoras sobre el mundo que vivimos.

Es una noticia alentadora que haya menos seres hambrientos que hace un año,  pero es tan desalentador el balance global que tan leve mejora parece insustancial. Y, sin embargo, cada cuerpo que se libra de esta lacra es una victoria importante, una vida ganada. En cambio los casi mil millones de personas que arrastran el hambre como un dolorosa condena, no sólo evidencian la mayor de las injusticias posibles, también encarnan el fracaso de la humanidad para terminar con semejante drama.

Difícil de asumir que en el siglo XXI la distribución de alimentos a todo el planeta sea misión imposible, tanto como creer que la globalización ha remediado pobrezas y corregido desigualdades. Es la realidad contraria la que se impone: hay más desigualdad social y económica que nunca entre el primer y el tercer mundo.

El índice de lectura es uno de los criterios utilizado para medir el desarrollo de un país, como lo es la salud dental de sus ciudadanos o la cantidad de residuos que genera. El informe sobre hábitos de lecturas del gremio de editores no aporta grandes novedades: leen más las mujeres que los hombres (seis de cada diez lectores son mujeres), se guían por el instinto y el boca a boca y optan mayoritariamente por la novela. Los hombres optan por un criterio que también se ajusta al tópico: más racionales, menos novela y menos libros.

Entre el perfil medio del lector que viaja en metro y digiere vidas ajenas mientras acude al trabajo, y las personas desnutridas que componen una población similar a la de toda la India, hay algo en común. Tristemente nos une el deseo de otra realidad. Ellos sueñan ser como nosotros, nosotros nos evadimos con historias fantásticas que nos permiten descubrir una vida sin rutina, sin horarios y llevada al límite de una pasión. En cierto modo, todos anhelamos la vida de los otros.

Y, sin embargo, entre ambos deseos existe una brecha tan insalvable como la que separa nuestros mundos. ¿Podríamos imaginar un solo día de nuestras vidas sin alimentos, sin medicinas, sin un hogar, sin cubrir ninguna de las necesidades que consideramos básicas? Quizás sí, podríamos, aunque es probable que intuir la desolación nunca sea tan dramático como vivirla. Ellos, sin embargo, no podrían imaginar uno solo de nuestros días. Desde la miseria se desconoce el color, el olor y el sabor de la abundancia cotidiana.

Y así seguirá siendo mientras la vida de los otros sean mundos paralelos condenados a no cruzarse nunca.

EL ESTADO DE LA PROFESIÓN

Echo de menos que quienes de todo opinan no opinen de lo suyo. Y sobran los motivos. El periodismo, salvo honrosas excepciones, es un oficio en extinción. Hay quien opina que se trata de una evolución, que las viejas fórmulas han caducado, que la noticia en sí misma carece ya de atractivo si no se acompaña de morbo, polémica y espectáculo. Que la gente agradece la información trufada de sensacionalismo, que le vence la curiosidad por los detalles truculentos y que la imagen vende más que la letra, más aún si se condimenta con griterío y escándalo hasta sazonar un menú adecuado a los gustos del público.

Basta un repaso a las programaciones de las televisiones para ver que esa es la norma que impera. Se ha contagiado a la radio y poco a poco se atrinchera en la prensa. De un tiempo a esta parte la espiral se ha extendido y arrasa a su paso los residuos del periodismo a la vieja usanza: separar opinión de la información, contrastar las fuentes, recurrir a la fuente original, mantener una cierta distancia respecto de la información y los informadores, etc... Ahora toda esa doctrina acuñada en años de universidad, dosificada en ejemplos magistrales del buen hacer periodístico, sucumbe ante una frase que rinde un excelso homenaje a la estupidez: vende o no vende. Esa es la cuestión.

Los medios ya no son medios, su prioridad no es informar y sobre los ciudadanos tampoco recae ya el derecho a la información como sujetos libres y con criterio. Las cabeceras o emisoras o canales son marcas, venden un producto y sus lectores, oyentes o espectadores quedan relegados a la condición de consumidores. Y en medio, quedan los periodistas. En medio de la nada, añado.

El periodista sólo subsiste como tal, en la acepción que hemos estudiado y admirado, en los medios grandes que aún mantienen un espíritu romántico del oficio. Y es posible que ésta sea una visión generosa. El periodista medio, el mayoritario, el informador, redactor o plumilla sobrevive como puede en una jungla laboral donde la precariedad y los bajos sueldos son la norma, sometido al capricho arbitrario de decisiones que nada tienen que ver con la profesión y sí mucho con los intereses empresariales, el amiguismo o el compadreo partidista.

Nada sabe él de comunicadores millonarios, ni de tertulianos convertidos en estrellas fugaces que dejan a su paso una estela de opinión. Acostumbra a aguardar horas para grabar una declaración insustancial cuando el político de turno tiene a bien hablar. Las preguntas son ya otra utopía en vías de extinción. Aún entiende menos de los vasos comunicantes entre los medios y la política, entre sus directivos y los poderosos. Desconoce dónde quedaron conceptos como la objetividad o la imparcialidad. Se hará muchas preguntas, se cuestionará bastantes decisiones pero callará para preservar un magro sueldo y un frágil puesto, porque en un oficio donde el mero acceso a él es un privilegio el derecho a elegir es un lujo del que la mayoría carece.

Y lo peor será la contradicción permanente: el creerse fiel a una profesión que ya no reconoce, el sentirse ligado tozudamente a un oficio en el que un día intuyó una vocación, y al tiempo cuestionarse una y otra vez por qué no fue práctico o sensato y estudió otra carrera.

Pero en esa paradoja subsiste, porque cuando se cree en algo las grandes desilusiones se redimen con pequeñas alegrías. Basta un trabajo bien hecho, un artículo ajeno que te reconcilia, la actitud noble de un compañero, la labor silenciosa de tantos plumillas que nadie conoce ni lee ni oye, para ilusionarte y creer que, a pesar de todo, mereció la pena. Quizás esa evolución aún respeta la anormalidad de ser incorregibles.

NO ENTIENDO NADA...

Podría ser un chiste más o menos afortunado, una gracia para disipar por encanto los males que nos acechan: la crisis y las malas noticias. Dicho en boca de Groucho Marx, fue incluso un momento inolvidable: “¿Quiere casarse conmigo?, ¿cuántos ceros hay en su cuenta corriente?, ¿responda antes a la segunda pregunta?”.

Pero Berlusconi no está bendecido por la gracia del humor, ni emana un encanto personal más allá del brillo de sus implantes, ni hace de sus bromas momentos inolvidables; en todo caso o son fugaces motivos de mofa o son realmente eternos por el tono cutre, mediocre y chulesco de sus comentarios.

Ocurre que si el individuo que no tiene sentido del ridículo es el primer ministro de Italia, dirige la octava potencia económica del mundo y si como receta para triunfar apunta a no leer periódicos y casarse con un rico, me pregunto si no seré yo el equivocado y otro, él, quien entiende este mundo infinitamente mejor. A la vista de los resultados no hay muchas otras lecturas posibles.

En mi torpeza periodística mi sentido del entendimiento también sigue taponado en el mismo punto deSDE hace poco más de un año. Entonces se tenía muy claro, eso parecía, que la crisis, la demencia bancaria y la burbuja especulativa tenían nombres y apellidos, eran residentes en Wall Street y se les había visto el plumero. Dejaban economías desinfladas y un sistema tocado de muerte. En la denuncia de sus prácticas estaba implícito la refundación del capitalismo y el fin de los especuladores. Hoy sólo oigo referencias a la maldad de los liberados sindicales, al necesario ocaso del sindicalismo y a la permanente obstrucción que representan para el desarrollo moderno de las economías occidentales. Es evidente que entre aquello y esto hay un capítulo o varios que me he perdido, pero sigo sin entender nada.

Y como reincido sin remedio entiendo menos aún que el mismo partido, el mismo líder y el mismo programa que denunció esos abusos hoy nos consuele asegurando que el parado que recibe formación debe estar orgulloso porque está trabajando para el país. Y sigo sin entender nada.

Es más, sumo a mi confusión una duda que me inquieta: ¿Lo entenderá Berlusconi? Me temo que sí, diría que perfectamente.

Verano de silencio

Verano de silencio

Ha sido un tiempo de silencio involuntario. Escribir tiene la virtud de desnudar tu mente y aliviar las zonas oscuras que a veces pueblan esos silencios. La palabra puede ser un instrumento valioso para descargarte de razones y despejar las ideas, a veces más evidentes y lúcidas sobre el papel que cuando alborotan la conciencia. Perdonad este trabalenguas incomprensible, pero disculpad también que no sea más explícito. En realidad, es una forma como otra cualquiera de decir que me incorporo a la rutina saludable de añadir palabras a las muchas que leo en este mundo virtual.

Han pasado muchas cosas este verano, incluso han pasado muchas en el último mes. Prefiero quedarme con las agradables. Y entre ellas recuerdo y no olvidaré un mar de abrazos. No hace mucho, Ramón Lobo escribía sobre la sana costumbre del abrazo. Y es verdad. Si es sincero, si no oculta sólo un hábito vacío, puede convertirse en un apoyo que suma y anima, alivia y acompaña. He tenido la suerte de recibir muchos en los últimos días, y a cada uno de ellos, para cada uno de quienes lo ofrecieron, dedico esta pequeña nota con un muy cálido agradecimiento.

También ha habido ocasión para descubrir de nuevo el placer hipnótico de un libro, cuando atrapa, seduce y te deja huérfano al pasar la última página de una historia que ya pertenece a tu propio recuerdo. Compré “Inés y la Alegría” hace pocos días. De Almudena Grandes tenía todavía el recuerdo reciente de “El corazón helado” y la impresión de no haber leído desde entonces nada comparable, no digo nada mejor, sino tan sólo nada que conmoviera tanto y que hiciera de la lectura un disfrute parecido al de sumergirte en un mundo ajeno del que compartes poco en un principio y que te niegas a abandonar al final. Supongo que la buena literatura tiene mucho de eso: hacer creíble el espejismo de que no leemos, o no solamente leemos, sino que vivimos otra vida prestada.

Tuve la precaución, o cometí el error, de comenzar el libro como hago con los periódicos, por el final, por el epílogo. Los epílogos de Almudena Grandes son en realidad prólogos jugosos y útiles que siempre ilustran y nunca decepcionan. Y después, al comenzar la lectura, recuperé la noción feliz de una historia genial genialmente contada.

En un verano de silencio y abrazos la alegría de Inés también ha sido un poco la mía.

LA AVENTURA DE VIAJAR

LA AVENTURA DE VIAJAR

He descubierto tarde a Javier Reverte como escritor. Le leí como periodista pero hasta poco más de un año no le descubrí como autor de literatura, primero de libros de viajes y después como novelista. Cualquiera puede disfrutar de sus relatos: son líricos, emotivos, sencillos y bellos. Pero son especialmente recomendados para periodistas, e imprescindibles si a uno le interesa ahondar en la geografía humana que nos rodea.

De Reverte se aprende siempre: a construir un libro; a describir un lugar; a familiarizarse con lugares remotos cuyo mero nombre evoca aventura, exotismo y vidas al límite; a convertir la historia en leyenda; a soñar como soñaron quienes hicieron los suyos realidad; y a saber emocionar sin cursilería, con el desgaste preciso de los sentidos para no sentirnos empalagados pero sí admirados por la buena literatura. Se aprende, en definitiva, a escribir disfrutando de leer que es, posiblemente, el mejor modo de hacerlo.

 El primer libro que leí fue “El río de la desolación”, un viaje por el río Amazonas desde su nacimiento en los Andes hasta su desembocadura en Belém do Pará. De aquel recorrido romántico y tenebroso brotó un título que impregnaba todo el cauce amazónico con las sombras de todos los abusos cometidos antes y ahora. Cuando hace un tiempo anduve parte de ese mismo camino descubrí en los lugares que veía las palabras escritas en ese libro.

Lo último suyo que he leído es una novela de hace unos años, “La noche detenida”. La leí en dos días y me quedó el sabor amargo de una historia de amor triste y hermosa ambientada en el Sarajevo cercado por las tropas serbias. Entre ambos me he asombrado con “La aventura de viajar”, he gozado con las exploraciones imposibles y las historias terribles que pueblan “El sueño de África”, me he sumergido en el Madrid de posguerra con “Venga a nosotros tu reino”, me he contagiado de la fiebre del oro leyendo “El río de la luz” y me he despertado entre maizales soñando con la paz entre las líneas de “Trilogía de Centroamérica”.

Y hoy, casualmente, he leído un reportaje suyo en El País sobre la isla de Zanzíbar, rescatado de la memoria y la sed de inquietud de un hombre que cumplidos los sesenta y cinco años sigue pensado que viajar sigue siendo la única aventura probable, la única vida posible.

 Un último apunte. Acababa de leer “El sueño de África”. Las sombras de Stanley o Linvingstone circulaban por mi memoria junto a la historia trágica de Ruanda, Uganda o Kenia. Salía de un hospital y un chico negro me ayudó a encontrar mi coche en el aparcamiento. Me pidió un euro y se lo di. Le pregunté de donde era. “De Ruanda, el país de la guerra”, me dijo.

Como Rodríguez Marcos contaba hoy en el mismo diario sobre Francisco Casavella: “te he conocido poco, te he admirado mucho”. Lo mismo digo JR.

EL ESCRITOR

EL ESCRITOR

A veces la diferencia entre lo bueno y lo mediocre es sutil, otras abarca un mundo de impresiones. Descubrimos entonces que estamos ante algo extraordinariamente brillante. Y eso me ha ocurrido al ver “El escritor” de Roman Polanski, una película brillante, intensa y emocionante.

Si la contemplas como una cinta de suspense, te engancha y te arrastra consigo a lo largo de una historia que va de menos a más, en la que entras lentamente, consciente de que otra sorpresa te aguarda en la siguiente escena, deseando que el desenlace tarde, que no sea evidente, que la resabia faceta de listillo claudique ante un final nada previsible. Frente a la soledad de la pantalla rara vez se obra el milagro, pero cuando ocurre uno desea que la historia tenga un principio pero no un final,  o que ésta se alargue en el tiempo deparándote el disfrute lejano y dulce del cine. Sólo eso: el placer de sentarte y ver.

Si la contemplas como una denuncia política, una metáfora en clave de política-ficción, “El escritor” es valiente, y, me temo, es realista. Todo es ficción, pero de tal paralelismo a ras de suelo con este tiempo que cualquier parecido con la realidad es pura intención. Y surge, no el panfleto ni la denuncia simple, sino el lado oscuro del más oscuro lado de la política.

Si ves la película con esa lectura doble que no diferencia el buen cine de las buenas intenciones descubres un guión perfecto, una dirección experta, unas interpretaciones creíbles y un resultado final que te deja el sabor agridulce de haber asistido a dos horas de auténtico cine servido en  bandeja de plata por un Polanski en plena forma, al tiempo que te inocula el virus de la incredulidad cuando airea trapos sucios que nunca se terminaron de lavar.

Como el mejor Costa Gavras en su denuncia, al igual que el maestro Billy Wilder te hacía sonreír antes de digerir una pedrada en el estómago, Polanski utiliza el suspense para no dejarte pestañear y mostrarte entonces la sordidez del mundo que creemos, en su altura, intocable, quizás intachable.

Y por cierto, no ganan los buenos, como en la realidad.

LA MAYORÍA SILENCIOSA

La mayoría silenciosa se siente pero no se manifiesta. Como un espíritu invisible, su presencia sólo se materializa en las elecciones y las encuestas.

La mayoría silenciosa no se define, no sabe o no contesta, no peca de partidismo, ni vibra con unas siglas, ni tampoco se le conoce carné alguno.

La mayoría silenciosa tiene voto, un voto indeciso, y voz, pero no siempre se escucha.

La mayoría silenciosa se refugia en la indefinición, no sé si por cansancio, pasotismo, o aburrimiento. Es un enigma para los estadistas y los escrutadores de opinión, conscientes de que sus proyecciones siempre están condicionadas a la última palabra de esa multitud que suele callar.

Pero la mayoría silenciosa ayer no calló. No fue silenciosa. Salió y tomó la calle decidida a expresarse clara y nítidamente. Su voz era un coro de gritos y vítores, una voz múltiple que coreaba un mensaje único: gracias.

La mayoría silenciosa sabe dar las gracias, es evidente. Lo hizo por todo Madrid, como unas horas antes lo hizo en toda España ante el televisor. Y el agradecimiento, creo yo, no cumplía únicamente con el tributo al campeón. Yo intuí un homenaje espontáneo a muchas otras sensaciones: a la alegría por el triunfo, a la ilusión colectiva generada, a una felicidad si se quiere efímera pero real, a la posibilidad de compartir todos un fin sin tirarnos los trastos a la cabeza, o a la naturalidad de saberse distintos pero unidos.

La inteligencia de la mayoría silenciosa siempre es sensible a los estímulos que de verdad le conmueven. Y al margen del resultado, conmovió el ejemplo del equipo: su actitud, su nobleza y su entrega. Chavales que no han cumplido los treinta dan lecciones que muchos quisieran observar en otros foros con señores de chaqueta y corbata que se disputan permanentemente el árbitro, el resultado y el partido.

La mayoría silenciosa sólo se moviliza en las grandes ocasiones. Después se refugia en su ostra perezosa y segura, al abrigo de la realidad y del telediario, a la espera de que otro chispazo de genialidad le haga creer y entusiasmarse; lo está deseando. Mientras tanto, recibirá con desgana al encuestador y éste anotará: no sabe, no contesta.

UNA HISTORIA DE FÚTBOL

UNA HISTORIA DE FÚTBOL

Mi amigo Antonio Abreu acaba de regresar del Amazonas. No conozca a nadie que sienta tal pasión por la selva. Aunque entiendo la atracción irracional que ese espacio prodigioso puede ejercer. Una vez que te asomas a ese mundo no es posible salir indemne. Te atrapa para siempre una corriente de sonidos, luces y olores que trasportas allá donde vayas, como un souvenir sentimental, como las raíces de un mundo perdido que brotan en tu recuerdo y se fortalecen con la visión idealizada que ya no es posible olvidar.

Antonio Abreu tiene más de setenta años, vive en un pazo gallego del siglo XVI y dedica su tiempo a sus pasiones: el Amazonas es una de ellas. Abreu es un libro abierto consagrado al conocimiento de la vida. Emigrante de joven, polizón sin recursos, argentino de adopción, tanguista por vocación, hombre de principios y de inteligencia, empresario de fortuna, excelente persona, magnífico conversador, una compañía siempre entrañable.

Decía que Abreu ha regresado después de pasar un mes en el Amazonas. Viaja allá donde terminan los resorts turísticos, a días de navegación de Iquitos, se adentra en bote por afluentes poco transitados, recorre sendas y trochas más allá de los últimos núcleos considerados urbanos y se interna en territorios poco recomendables para el desconocido, menos aún si es blanco y no goza del consentimiento tácito de las comunidades indígenas.

Entre los ríos  Santiago, Napo y Cenepa se asiente la comunidad jíbara. En la región de Bagua se produjeron los incidentes que hace un año provocaron casi medio centenar de muertes entre policías peruanos e indígenas. Estaba en juego el control de los recursos minerales del subsuelo, a cuya explotación sin control se oponían las etnias jíbaras para evitar el desmantelamiento de una forma de vida milenaria que asocia su vida, su cultura y su identidad con la tierra que han compartido ellos y sus antepasados.

Abreu no es ya para muchas de estas tribus un desconocido. Les ha visitado varias veces y se ha ganado su confianza. Convive con ellos durante días y deja siempre, a su marcha, la promesa de un próximo regreso. Siempre cumple.

Cumplió cuando en su anterior viaje prometió un regalo para los más pequeños. En la región más aislada del Amazonas peruano el Estado es una entelequia. No existen carreteras, escasean las escuelas, y sólo una reducida presencia policial atestigua el control de Lima sobre una región selvática a más de mil kilómetros de distancia. Pero a los niños les encanta el fútbol. Lo siguen en alguno de los poquísimos televisores comunitarios, pero es suficiente para despertar una pasión que no entiende de distancias, ni de geografías ni de etnias.

Abreu es del Barcelona, y ellos también, porque es de justicia no llevar la contraria al huésped que les visita. Y en este último viaje, el club decidió apoyar el gesto del aventurero gallego. Viajó al Amazonas con ochenta camisetas del Barca y un balón firmado por todos los jugadores. Había avisado de su llegada y, cuando descendió del todoterreno, trescientos niños semidesnudos, nerviosos, impacientes y alegres le esperaban. Se repartieron las camisetas, se las intercambiaban porque no había para todos, se pasaban el balón de mano en mano, conocían los nombres, y los leían en voz alta jugando a identificar la firma de cada uno. El balón rodó por la maleza selvática dejando rastros de nombres que ya eran leyenda también en aquel lugar remoto y aislado. Nunca unos pies descalzos regalaron tanta entrega a un balón.

Abreu regresó convertido en un embajador de la hospitalidad jíbara, en un hombre feliz pese a la dureza del viaje, en el portador de un mensaje desde lo más profundo de la amazonía lleno de sinceridad y sencillez. El apu o jefe de la comunidad le despidió deseando suerte a España. Le costó comprender que se refería al Mundial, porque Abreu es selvático cuando está en la selva, sufre una amnesia selectiva, y Galicia, España, más aún Sudáfrica, son realidades lejanas que borra temporalmente. Por eso, aunque  se marcha del Amazonas, nunca termina de irse, al igual que su mente nunca se despide del todo de aquel lugar, al que le une la nostalgia desde antes de abandonarlo.

Volvió antes del partido de España con Alemania. No sabe si en el poblado lo vieron pero está seguro de que muchos de aquellos niños hicieron todo lo posible, como está convencido de que celebraron, antes o después, la victoria de España. Mientras me lo dice me enseña una foto. Él aparece en el centro rodeado de decenas de niños vestidos con la camiseta del Barca. Uno de ellos, de los más mayores, sonríe y luce el balón entre las manos. Se distinguen los trazos negros de las firmas, ya en parte borrados y desteñidos por el verdín de la selva. Me señala un garabato irreconocible y añade: “mira, esa es la de Puyol”, “¿cómo lo sabes?” le respondí. “El niño quería que se viera, era su jugador preferido”.

LA GRAN PEÑA

LA GRAN PEÑA

En la historia centenaria de la Gran Vía pocas veces se señala un local discreto ubicado casi en la esquina de la calle Alcalá. Ni siquiera en la crónica más canalla se hace alusión a un lugar que atesora un siglo de solera, que oculta su existencia y que ha alumbrado conspiraciones, gobiernos y a varias generaciones de políticos y empresarios.

El nombre no ayuda a identificar la exclusividad del lugar. La Gran Peña es, por el contrario, un círculo selecto y los modales que en él se emplean nada tienen en común con lo que consideramos una peña. El nombre parece un desatino o un intento de camuflar la naturaleza de un club privado que mantiene un siglo después la esencia de otro tiempo.

La Gran Peña hunde sus raíces en las tertulias que oficiales del ejército mantenían en el café suizo de la calle Sevilla. A partir de 1869 se decidió fundar la Sociedad Gran Peña, que desde entonces ha conservado su espíritu elitista. Artistócratas, altos oficiales, políticos y hombres de negocios han sido y son miembros de este club. El Rey es hoy presidente honorario, al igual que su abuelo Alfonso XIII fue miembro destacado durante las tres primeras décadas del siglo XX.  

Viniendo como vengo de Carabanchel, resultaba díficil que la Gran Peña y un servidor nos cruzáramos en algún momento. Sin embargo, y por una de esas razones del azar que la razón no entiende, hace pocos días crucé por primera vez su umbral y cené en su exclusivo salón. La Gran Peña no impone ni obliga pero sugiere. La corbata es un complemento necesario. No llevarla es tan inadecuado como vestir pantalones vaqueros.

Desempolvé prendas del fondo de armario y me dirigí hacia el primer edificio par de la Gran Via. El número 2, frente al inmueble de Metropolis, no goza de una fachada tan deslumbrante, ni es un prodigio arquitéctónico, aunque se trata de una construcción bella y noble. En apariencia, su mayor singularidad es la de ser el primer edificio de la Gran Vía, la primera piedra que hace un siglo marcó el trazo de una avenida que pretendía modernizar la ciudad. La Gran Peña ya sabía entonces que ocuparía el mirador más privilegiado de Madrid.

Ni importaba que hiciese 40 grados. Un correctísimo conserje lucía con naturalidad una chaqueta blanca, camisa de algodón y pajarita negra. No me explico como podía mantener la ropa sin un solo rondel de humedad. A mi la corbata me crujía la nuez como una soga de esparto y la chaqueta me pesaba como una armadura oxidada. Seguramente también era óxido el sudor que se deslizaba por mi frente, pero él presentaba la mejor sonrisa, la más natural de las expresiones, invitaba a pasar con el más cordial de los saludos mientras la calle hervía y yo no atendía a otro estímulo que el de buscar desesperadamente una sombra y una bebida fría.

Ningún cartel indicaba el lugar. No existía ninguna señal de que allí se cobijara una institución centenaria pero casi clandestina, dominada por la discreción y el anonimato. Sus miembros guardan un celoso secretismo. Como la banca suiza, la Gran Peña sabe que la discreción no es sólo norma de la casa, sino la más sagrada de sus reglas. De ella depende su continuidad, y sobre ella se fomenta la exclusividad de sus miembros.  

Fue la discreción la que alimentó tertulias, debates y reuniones confidenciales, en las que hombres públicos de toda condición ventilaban sin cortapisas los asuntos del país. Este cenáculo del poder en la sombra ha albergado encuentros imposibles en otro escenario, sus paredes han amotiguado el ruido de sables que destilaban sus salones durante la monarquía de Alfonso XIII y la Segunda República, sus sillones envolventes de cuero negro han debido reposar más de un complot, varias conspiraciones de salones, y algún golpe de estado en ciernes, como el 23 F. Allí se reunía parte de la derecha más bunquerizada en los primeros años de la transición, al extremo de que los servicios de inteligencia infiltraron a varios de sus agentes para conocer qué otros menús cocinaba el club más exclusivo de la capital.

Hoy la Gran Peña es un lugar decadente, pero de una decadencia consentida y cautivadora. No hay espacio para la modernidad. Todo se conserva como un museo decimonómico. Sus muebles, las alfombras, las lamparas, las formas y los modos, hasta la comida y los susurros que hacen de cada conversación un coto privado, todo mantiene el aire intangible del pasado.

Era inevitable pensar en cerrar los ojos, abstraerse del presente, y al abrirlos de nuevo imaginarse en una cápsula del tiempo. Podría ser perfectamente la misma visión que hace setenta u ochenta años marcaba el horizonte exclusivo de sus miembros. Desde allí, a través del cristal traslúcido de los ventanales, unos metros por encima de la calle, con la visión de la Gran Vía a un lado, con la perspectiva imponente del Banco de España y la calle Alcalá al otro, aquellos hombres, dueños de su destino y de un país, seguramente considerasen propio, esculpido a su imagen y semejanza, el lema más castizo y universal de la ciudad: de Madrid al cielo.  

VEINTE AÑOS NO ES NADA

Acabo de cumplir 20 años. Es una celebración triste que no deja demasiado lugar al optimismo. Estas dos décadas han discurrido rápidas, casi sin darme cuenta, aunque creo que siempre escasea la originalidad cuando se echa la vista atrás y se comprueba el camino recorrido.

 Rápidos o lentos, lo cierto es que hace veinte años empecé una senda, entonces incierta pero ilusionante. Llegué en el momento justo para, sin ser de los primeros, todavía considerarme pionero, casi un colono de una tierra prometida donde los sueños parecían posibles. Hay ilusiones concretas, la mayoría de las que se tienen a los veinte años lo son, que se materializan con una palabra, a lo sumo con dos: estás admitido. Empiezas mañana.

 Comencé un día de julio, más caluroso y veraniego de lo normal, irreconocible veinte años después en la tormenta de esta mañana también de julio. Conservo el recuerdo exacto de los primeros días, creo que podría reproducir cada instante, cada conversación, y cada saludo que anticipaba un nombre conocido que después se convertía en compañero y, a veces, en amigo.

 Tengo como casi todos una memoria selectiva. Olvido los malos momentos y conservo lo buenos. Y de aquella época recuerdo casi todos. No olvido las prisas que convertían la improvisación en virtud, ni los errores que se admitían con ánimo constructivo, ni las críticas que se medían con propósito de mejora. Pero sobre todo mantengo presente un espíritu y una ilusión que, lo admito, recuerdo con nostalgia.

 Pocas veces coincide la edad personal con las aspiraciones de la empresa a la que uno se incorpora. Pero hace veinte años ambos éramos recién nacidos profesionales, los problemas resultaban comunes y la inexperiencia, compartida. Los logros se asumían como propios aunque fuesen colectivos y si bien nadie lo reconocía latía en todos una satisfacción que tenía mucho de entrega y de convicción en lo que hacíamos. 

Han pasado veinte años. Prefiero no hablar del presente. Quienes han compartido el camino saben que hay silencios más elocuentes que las palabras, y que entre un extremo y otro cualquier comparación sólo demuestra, en este caso con claridad meridiana, que cualquier tiempo pasado fue mejor.

ANTON MALLICK QUIERE SER FELIZ

ANTON MALLICK QUIERE SER FELIZ

Destino ha publicado recientemente un libro curioso e interesante. Se titula “Anton Mallick quiere ser feliz”. Su autor es Nicolás Casariego, un escritor que compagina la literatura con los guiones cinematograáficos. Es un escritor joven, nacido en 1970, lo cual añade un elemento sorpendente a una obra que parece redactada por una mano veterana en la plenitud de su experiencia. No es para menos, porque bajo un título sencillo se formula la cuestión más enigmática que haya ocupado al hombre: el secreto de la felicidad.

Podría entenderse que se trata de un libro de autoayuda, y en esencia lo es, pero sería limitar su mérito. “Anton Mallick…” es novela, y las argucias, avatares y reflexiones que encadena en búsqueda de la felicidad se nos presentan como un relato literario. Huye de las consignas, de los consejos y de las afirmaciones tajantes. No dice qué hacer, ni cómo hacerlo. No pretende atesorar la verdad luminosa ni verter un torrente de ideas originales. En el fondo, Casariego no deja de formular una pregunta constante en vez de ofrecer una respuesta firme. Aporta más dudas que certezas, aborda la cuestión con humilidad, sin pretensiones, y al final deja un sabor a sencillez que es la clave de todo el libro.

Quizás no sea necesario buscar en mundos ajenos y en vidas distinas para descubrir que la busqueda permanente de la felicidad causa más frustraciones que alegrías, y que no podemos hacer de una aspiración noble un foco de insatisfacción. No es gran consuelo, pero posiblemente sea más realista acostumbrar nuestra brújula vital a horizontes menos distantes y poder orientarnos mejor en nuestro mundo más próximo. Asi tendremos menos oportunidades de perdernos.

 

ELOGIO DE LA UTOPÍA

Tengo un amigo curtido en frases lapidarias. De su cosecha han brotado sentencias que siempre apostillan oportunamente una conversación: “la capacidad de empeorar es infinita”, es una de ellas. Otra: “no corren buenos tiempos para la lírica”. El listado sería inagotable. Unas las elabora con tesón, con voz grave y gesto arisco que añaden solemnidad a frases de por sí teñidas de pesimismo. Otras se las apropia y siempre las conjuga en primera persona, como si no fueran ciertas hasta que él las pronuncia.

Es fácil imaginar que su muestrario vive tiempos gloriosos. “No corren buenos tiempos para la lirica” es una de sus sentencencias preferidas. No pasa día que no salpique su visión de la realidad con expresiones similares, que la actualidad a veces le devuelve multiplicadas y empeoradas. Se queda pensativo y susurra: me he quedado corto.

Es verdad que no disfutamos de un momento dulce, ni siquiera apto para los más complacientes. No hay conflicto posible que no se materialice tarde o temprano. Ni son buenos tiempos para la lírica ni la capacidad de empeorar tiene límite, seguramente suscribiría mi amigo en un doble arrebato de lucidez analítica. Y ahí estamos desde hace un tiempo: entre lo malo y lo peor. Decidiendo si nos rendimos o nos rinden por agotamiento.

A diferencia de mi amigo, mi visión aún contiene una última llamada de auxilio. No espero demasiado de quienes supuestamente deben solucionarnos este desaguisado, pero sigo confiando en una salida airosa.

Entre todas las opciones que se enumeran como posibles soluciones siempre echo de menos la única que nadie suele contemplar: la utopía. No hablo de un ideario impracticable, sino de ideas posibles, de objetivos probables y de la recuperación de un cierto espíritu constructivo que se base en las personas y no en balances contables.

Seguramente nunca hubo playas bajo los adoquines, pero las barricadas utópicas de entonces parecen enterradas bajo una profunda capa de materialismo. Entre el ayer y el hoy dicurre una carretera gris de trazado recto y firme sólido, pero no parece conducir a un destino tan envidiable. Me pregunto si a veces no convendría dar un pequeño rodeo, soportar algún bache, conducir un coche peor y tardar media hora más, pero al menos llegar con la certeza de no haber dejado nada importante, ni a nadie necesario, por el camino. Quizás no descubramos playas bajo el asfalto pero al menos sabremos que el viaje mereció la pena.

LA NOCHE DE LOS TIEMPOS

Javier Cercas publicó un lúcido artículo el domingo pasado en El País: se puede rechazar el nacionalismo, y no por ello incurrir en otro nacionalismo extremo de signo opuesto. Se puede no compartir un credo nacionalista como eje ideológico de una región o un país, y no por ello dar la razón a quienes piensan que sólo una fuerza inversa pero igualmente excluyente puede combatirlo.

Ni entiendo ni comparto el nacionalismo, de ningún signo. Ni creo en símbolos que en defensa de unos marginen a los otros. Consciente o no, en todo nacionalismo late una imposición, un adoctrinamiento forzado, una comunión obligada con el dogma.

Si el nacionalismo nació con el siglo XIX a la sombra del movimiento romántico hasta evolucionar hacia formas delirantes como el nazismo, en el siglo XXI parece un anacronismo fuera de tiempo y de la lógica. Tampoco responde a una demanda social cuando la mayoría de la gente tiene problemas más urgentes y prácticos que el cuestionarse de dónde venimos y a dónde vamos.

Entiendo menos aún sentimientos nacionalistas vinculados a la izquierda que por definición pretendió, en su origen, ser internacionalista y universal. Por el contrario, fue la burguesía la que asoció históricamente nacionalismo y políticas conservadoras para proteger sus privilegios y estatus social. Cataluña y el País Vascos son dos buenos ejemplos.

La identidad nacional es un sentimiento colectivo del que la política se ha nutrido y que ha fomentado en su sentido más negativo. Los sentimientos, como las personas, son maleables y eso lo sabe muy bien la política, que ha hecho de sensaciones nobles como el arraigo, la identidad o la pertenencia a una comunidad y a una cultura, un arma de enfrentamiento.

Releer hoy a Sabino Arana es un descenso a la miseria de un pensamiento racista, como lo es recordar el ideario aberrante de imperio, gloria y patria que cuajó en este país durante muchas décadas.

La experiencia nos enseña que son pocas las aportaciones realmente positivas de un ideario nacionalista y muchas las alteraciones que provoca en una convivencia que la inmensa mayoría desea pacífica y estable.

Sólo esa miopía reduccionista que alberga todo nacionalista explica que en Cataluña sea una labor casi imposible poder escolarizar a un niño en castellano, o que en el resto de España sea un excentricidad ridícula aprender catalán, gallego o euskera.

Y así seguimos, dando patadas al aire mientras nos miramos el ombligo. Ya hay sentencia, ya tenemos carnaza para el reproche permanente, ya volvemos a la rutina de la polémica estéril, al estúpido debate identitario; en definitiva, a la noche de los tiempos en que Caín mató a Abel mientras se preguntaba: ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos?.

TRAGEDIA EN SAN JUAN

 

Los análisis de ADN realizados a los fallecidos en el accidente de tren de Castelldefels han confirmado la identidad de las víctimas. El listado es conmovedor de por sí. No imagino una muerte más horrenda que la de ser arrollado por un tren. Los restos quedaron tan irreconocibles y fragmentados que sólo la identificación genética ha permitido saber el número exacto de muertos y los nombres de los mismos.

 A la desgracia de sufrir una muerte tan despiadada, imagino la consternación de sus familias al no poder tener un cadáver íntegro, un rostro que reconocer, un cuerpo que llorar; tan solo restos mutilados y jirones de carne arrebatados a la vía, convertida en una guillotina fría e implacable. 

Dicen que fue una imprudencia. Y seguramente es cierto. Pero hay otro dato que se destaca menos. Al menos nueve de las víctimas, a falta de la identificación total de las víctimas, eran inmigrantes sudamericanos, en su mayoría de Ecuador. 

La muerte les esperaba muy lejos de su país, a miles de kilómetros de su tierra de origen, donde seguramente no existen vías letales ni trenes de alta velocidad que difuminan el tiempo y arrasan vidas con tal rapidez y precisión que la víctima ni siquiera es consciente de que va a serlo. Apenas unas fracciones de segundo separan la vida del instante fatal que convierte la felicidad en tragedia.

 Iban a la fiesta de San Juan, a purificar sus desdichas en la hoguera, a la orilla del mar, a hacer propia una festividad pagana tan ajena a sus costumbres, a celebrar quizá sin saberlo el solsticio de verano, a buscar un tiempo de alegría entre los elementos: el agua, el viento, la tierra y el fuego. 

Alguien deberá decir en sus aldeas de Ecuador que murieron sin cumplir el rito, a miles de kilómetros, sorprendidos por un tren traidor, sí, víctimas de una imprudencia en la noche más corta del año, la más breve, sin duda, de sus vidas. En la noche de San Juan. 

Y alguien llorará restos de un cuerpo que un día decidió emprender el gran viaje sin saber de alta velocidad, ni poder ubicar Castelldefels en un mapa imaginario, seguramente con una noción muy vaga del futuro y del país dónde iba, sin intuir ni sospechar que nunca volvería. Alguien encenderá hogueras tristes y enterrará restos que no pudieron cumplir sus sueños. Feliz viaje de dónde quiera que vengan, a dónde quiera que vayan.