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SUMA DE LETRAS

El TRIÁNGULO DE ANACLETO

El TRIÁNGULO DE ANACLETO

Dicen que de todos los oficios la prostitución y el espionaje se disputan la primera actividad conocida del hombre. Nuestro destino parece marcado por ese triángulo vertiginoso que discurre entre ambos bolsillos y el vértice inferior de la entrepierna. Sería triste pensar que, al fin y al cabo, la historia de la humanidad ha oscilado en un margen mucho más estrecho y simple que el que los manuales de estudio nos han mostrado.

El poder es una palanca poderosa que ha activado siempre los mecanismos más primitivos que anidan en nuestro instinto. Y en ese sentido no parece que la evolución haya conseguido modificar nuestro comportamiento. Hemos sofisticado los instrumentos del poder, los hemos diversificado, y adquirido la conciencia democrática de que la soberanía es compartida por todos y sólo delegada en unos pocos. Pero el poder sigue siendo poder, aunque el poderoso se someta.

 Hay alteraciones en la naturaleza de las personas que únicamente se justifican desde el poder, como si el estado natural del poderoso fuera levitar siempre varios metros por encima de los demás, como si abandonase el mundo común para introducirse en una burbuja viciada donde se saborea la gloria al tiempo que se pierde conciencia del terreno habitado bajo sus pies, apreciado en la distancia con el vértigo que provoca la altura.

No hace falta ascender demasiado para perder la perspectiva, y algunos no parecen descender nunca, aunque hayan tocado techo y su única deriva sea el descenso. El poder tiene esa virtud extraña de alterar y adocenar.

Dicen que el poder, sea el que sea, conlleva un componente erótico, una suerte de amuleto mágico asignado al cargo, que brilla con una luz propia capaz de cegar a unos o nublar a otros. En esa tierra de penumbras actúa con impunidad el subalterno gris que tantos poderosos aprecian y desean, aunque su presencia resulte incómoda y nunca se reconozca su labor. Sólo los más hábiles merecen la condición de espías, un reconocimiento que implica inteligencia, discreción y una disposición camaleónica para la simulación. Dicen por eso que los británicos han concedido al mundo tanto grandes espías como grandes actores.

Pero la mayoría fracasa en el intento y demuestra una condición más mundana, más propia de Anacleto que de fiel general en la sombra. Se les relega tras el fracaso a la condición de correveidile, de adulador, de impostor o traidor. Cuando el falso agente es descubierto el poder es inmisericorde con él, porque evidencia sus propias miserias. A la postre, cada poderoso tiene el Anacleto que se merece.

Hay triángulos que no cambian nunca, y algunos siempre permanecen muchos centímetros por debajo del cerebro, muchos metros por encima de nosotros.

LOS SONIDOS DE LA VOZ

LOS SONIDOS DE LA VOZ

Se llama Salvador Arias, se aproxima a los 90 años y tiene un pasado digno de su voz. Todo eso lo sabía cuando hablé con él. Le llamé por teléfono, y al otro lado, el mío, surgió la sopresa. Era la voz que había escuchado, admirado y recordado. Y había dado vida a la imagen que había visto, admirado y recordado. Salvador Arias, además de muchas otras cosas, fue el doblador al español de Orson Welles.

Era su voz solemne pero amable la que pronunció "Rosebud" y desde entonces nunca una palabra significó y cambió tantas cosas. Era su voz grave y rítmica la que giraba en la noria del Prater de Viena y hacia de la maldad, virtud. Era su voz seductora la que encandilaba a Rita Hayworth en "La dama de Sanghai", la mujer fatal víctima de ella misma. Y era también la voz rota y furiosa que daba vida al borrachín corrupto en "Sed de mal".

Mientras hablaba se materializaba el eco de todos esos personajes encarnados en una voz. Su sonido llegaba nítido, quizá algo quebrado, pero conservaba el matiz imperecedero de una voz poderosa, el registro de una voz modulada acostumbrada a imponerse a las demás. No podía evitar pensar que esa voz me acompañó muchas nochas y muchas horas, que gracias a ella me emocioné, me desvelé y empecé a soñar en blanco y negro.

Ya no imaginaba a Salvador al otro lado, sino a un mofletudo Welles caracterizado de Ciudadano Kane mientras repartía influencias y compraba voluntades. Al despedirme pensé que si Welles viviera seguramente tendría esa voz. Le hubiera gustado. Sería como no haber envejecido nunca.

CIFRAS Y LETRAS

Ahora que ha acabado la Feria del Libro es tiempo de hacer balance. Se habla de un diez por ciento menos de ventas, en gran medida atribuidas al mal tiempo que en los días finales desanimó la afluencia de público. Aún así parece una cifra menor, en comparación con lo que está cayendo.

Las ventas confirman que las tendencias del lector siguen fieles a la novela histórica como el genero más comercial. Tres títulos encabezan la lista: “El tiempo entre costuras” de María Dueñas, “El asedio” de Arturo Pérez-Reverte y “Dime quién soy” de Julia Navarro. Punset, como fenómeno editorial al margen, también sigue triunfando con “Viaje al poder de la mente”.

Tercera conclusión, que se converte en regla al confirmarse año tras año, librería a librería: el lector mayoritario en España es mujer, urbana y de edad media. Es, por tanto, lectora.

El ensayo, salvo honrosas excepciones, decae en el interés de los lectores. Se venden menos manuales académicos, biografías, monografías y textos de divulgación. Entre la no-ficción únicamente se mantienen estables e incluso al alza los títulos de auto ayuda.

La ficción se impone sin complejos como el género predilecto de los lectores. La novela predomina y extiende su dominio. Mejora también sus resultados la literatura infantil y juvenil.

Todo esto nos deja una lectura que entiendo positiva: no se deja leer, el libro no es accesorio ni prescindible aunque se compre alguno menos y la gente busca ante todo una evasión en la lectura.

A pesar de la crisis, o gracias a ella, seguimos necesitando creer en que otras realidades son posibles, aunque sólo resuenen en nuestra imaginación y no conozcan más fronteras que los límites almidonados de una página en blanco. Esos mundos seguirán habitando en nosotros. ¡Es un alivio!

 

 

La ciudad perdida de Z

La ciudad perdida de Z

 

Leo "La ciudad perdida de Z", un brillante libro que sirve como excelente remedio contra el aburrimiento. Z es un enigma, una ciudad imaginaria, mítica, un lugar de leyenda en algún recóndito paraje del Amazonas. Para los más escépticos, Z únicamente era un señuelo, otro destello luminoso que atraía a excéntricos exploradores, buscadores de tesoros y aventureros de diverso pelaje.

Z revivía en el alma de los ultimos conquistadores de sueños, en los umbrales del siglo XX, como una suerte de El Dorado, la legendaria cultura dominada por el oro que desde los tiempos de Orellana sembró la selva amazónica de mitos y cadáveres.

Percy Fawcet fue posiblemente el último de los grandes descubridores romanticos. Si Richard Burton se internó durante meses en la busqueda de las fuentes del Nilo, si Livingstone y Stanley cartografiaron el África Central, Fawcet convirtió la Amazonía en su obsesión. Pertenecía a una generación posterior pero bebía de los mismos instintos. Militar, hombre cultivado, educado en la disciplina castrense y en la moral victoriana, era todavía un joven oficial destinado en Ceilán cuando sintió la llamada de lo desconocido.

A partir de entonces, ya nunca encajó en las comodidades de la élite británica. No concebía otra vida que la nómada, ni otra misión que la búsqueda incansable de remotos lugares; espacios en blanco en mapas rudimentarios que su imaginación poblaba de selvas mágicas habitadas por hombres desconocidos y una gran ciudad, al igual que las aztecas, mayas o incas, sepultada bajo la vorágine vegetal y a la que se refería como Z.

Fawcet no era un simple aventurero. Programaba sus viajes con esmero, se ocupaba de cada detalle, no dejaba nada al azar y, a lo último, confiaba en su formidable constitución física y en la suerte que siempre le había evitado contraer  enfermedades endémicas como la fiebre amarilla o la malaria que diezmaban las expediciones y dejaban exhaustos a los supervivientes.

Pocos osaban repetir si sobrevivían a la selva, pero Fawcet volvió una y otra vez decidido a hacer realidad su sueño. La última expedición la inició en 1925 acompañado de su hijo Jack y de un amigo de éste. Estaba convencido de contar con los indicios necesarios que probarían definitivamente la existencia de la ciudad perdida de Z.

Nunca se supo si la halló o si encontró un rastro fiable de sus ruinas. La única certeza es que nadie volvió a verles. La selva les devoró y ni siquiera permitió dejar huella alguna de su paso. La expedición Fawcet fue la primera aventura global, retransmitida a medio mundo por la agencia NANA nortemaericana, la cadena de periódicos de Hearst y la Real Sociedad Geográfica londinense.

La desaparición conmovió al mundo y durante años otros siguieron sus pasos sin resultado. Nadie supo nunca su paradero, la causa de su muerte o si Z había dejado de ser un enigma para el explorador que se había convertido en otro enigma añadido al de la ciudad legendaria. Se calcula que en las décadas siguientes más de un centenar de personas fallecieron siguiendo la estela del británico.

La última búsqueda es este libro, un recopilatorio de desgracias y aventuras, escrito por el periodista norteamericano David Grann. Lo sorprendente de la obra es descubrir que este mundo virtual y globalizado donde la selva se ha convertido en destino turístico, contiene todavía espacios vírgenes, no transitados por el hombre ni expoliados por la industria. Se estiman en un centenar las comunidades indígenas que aún no han tenido contacto con el hombre occidental ni conocen otra forma de vida que la que han mantenido durante siglos.

Quizás, como dice una de las leyendas asociadas al explorador, Fawcet cumplió su objetivo pero ya no quiso regresar. El secreto de la selva le envolvió para siempre y decidió que su vida allí seguía teniendo sentido. Fuera sólo le esperaba la civilización. Era el fin que correspondía al último explorador romántico.

LA RETÓRICA DE LOS JUEVES

Hoy he tomado un café en el bar de siempre. Un café rápido y claro que acompaño con la lectura también rápida de la prensa. Me suelo sentar en una mesa frente a un televisor que normalmente tiene sintonizada la tertulia de TVE. Entre comentario, lectura y sorbo cae un cigarrillo, el primero del día. Siempre me digo que será también el último pero siempre sé que sólo será el siguiente al penúltimo. Y así, de aroma amargo, humo, titulares y voces se nutren la primera hora de cada mañana de cada día.

 

Hoy no ha sido distinto. Quizás el café estaba más cargado y es verdad que no ha caído un cigarrillo sino dos. Antes del segundo me di cuenta de que el bar estaba inusualmente silencioso. Eché de menos los comentarios que siempre aturden los lunes y los gritos que acompañan la resaca de los domingos. Hoy era jueves pero la gente, queda claro, no estaba para calendarios.

 

La prensa hablaba de un país que había sido víctima de la retórica. Hablaba del mío, pero no supe si se refería al fútbol, a la economía o a la política. Mientras encendía el segundo cigarrillo, y me prometí que sería el último de la mañana, pensaba en que la definición encajaba para casi todo.

 

Miré el televisor. Reunión en Bruselas. Los periodistas preguntan a los políticos: “¿España puede salvarse?; ¿España es un peligro para el euro?. Merkel sentenciaba con su acento de esparto que vamos por el buen camino.

 

Volví al periódico: se abarata el despido. Volví al televisor. Un comentarista decía que alguien en Bruselas dice que España no estaba en la agenda de hoy. ¿En qué agenda estaremos?. Y Zapatero no es España, o España no es Zapatero, sentenciaba Rajoy mientras se reunía con la canciller de esparto. Como receta para salir de este atolladero no sé si será una frase solvente pero él parecía aliviado. Yo no.

 

Antes de concluir el café, el segundo cigarrillo y la tertulia alguien afirmó: es una situación de emergencia. Lo dice la prensa seria. Y pienso en el titular que todo lo engloba como la gran verdad que nos cubre: “España, víctima de la retórica”

 

Mal día para dejar de fumar. Creo que esperaré al partido con Honduras. Será lunes y volverán los comentarios que aturden los lunes. El jueves está resultando más tóxico que el tabaco. Enciendo mi tercer cigarrillo. Mal día para todo.

HOUSTON Y EL PILLA PILLA

Tenemos un problema. No sé si Houston responderá al otro lado porque la comunicación parece definitivamente perdida. De este lado la voz emite un sonido cada vez más débil y apático. Amenaza tormenta y el gris neutro que copa el cielo no parece un nublado pasajero sino el presagio de un temporal devastador.

Hay quien dice que la tormenta ya está sobre nosotros pero que su efecto no es inmediato, sino que se instala plácidamente y sólo pasado un tiempo reparamos en el daño: el goteo leve pero continuo nos ha impedido reaccionar a tiempo confíados en que el viento soplaría a nuestro favor. Ahora nos somete a su antojo.

Hay quien cree que sólo estamos sintiendo los flecos de un fenómeno envolvente que cuando nos toque de pleno dejará irreconocible la realidad actual.

Y hay quien entiende que tal catastrofismo solo admite enmienda ante el televisor. Ese público  se reconocilia con el mundo a través del fútbol y confía en que los goles propios y ajenos despejen el horizonte.

Sin embargo, el trazo de ese horizonte futuro es el que parece cada vez más confuso. La mirada que nos permite el presente no entiende de optimismo, pero ha deletrado muchas veces la palabra fracaso.

Piensas en el pasado y ves que las promesas para vigilar el casino global en que se ha convertido la economía se han volatilizado tan deprisa como los billones invertidos para que siguiera habiendo cartas sobre la mesa. El crupier y los tahures sigue animando al juego pero ya hasta el más ludópata sabe que la banca siempre gana

Si miras a la izquierda se observa un sopor generalizado tras una comida indigesta. Llega el sabor agrio de unas medidas “valientes” cocinadas  a destiempo, el erupto de un festín de optimismo y el reflujo de un vacío de ideas compensadas con improvisados canapés a gusto del comensal. Del banquete preparado para festejar el pleno empleo y el estado del bienestar, sólo quedan restos de la cubertería, a la espera de que su cotización suba en bolsa. Del anfitrión sólo se sabe que ha encanecido. Por lo demás, ni está ni se le espera.

A la derecha asoma la silueta de un pabellón de caza. En su interior las piezas disecadas adornan la pared. Un presunto líder aprieta el gatillo. Lleva meses afinando la puntería. Está convencido de que esta vez no fallará. Importa poco el precio de la presa, sino quien dispare primero.

Los sindicatos responden con una mirada lánguida de quiero y no puedo. La ruptura llamada a canalizar el malestar social se diluye en la orilla del mar. La huelga general es inprescindible pero ya no urgente.

Antes Europa siempre era el consuelo. Ahora no sabemos. La crisis del euro nos hace correr al pilla pilla y Alemania está decidida a llegar la primera. Ya ha expulsado a Grecia y quiere que a España la apresen rápido o nos pillen en renuncio. 

La gravedad de esta situación no deriva tanto de su magnitud como de la falta de alternativas y soluciones. Es tanto como decir que sobran tecnócratas y se echan de menos a políticos auténticos, estadistas respetados, sindicalistas respetables, empresarios honestos o intelectuales comprometidos. Y por supuestos, periodistas fiables. 

Mientras tanto, cunde el desánimo con que la gente mira alrededor buscando un referente y sólo se encuentra a Merkel jugando al pilla pilla mientras otros recogen la mesa. Y Houston sin responder.

¿QUIÉN ES LOU GRANT?

¿QUIÉN ES LOU GRANT?

Hace unos días un joven estudiante me preguntó: ¿Y porqué estudiaste periodismo?.

Casi al hilo de la pregunta, sin tiempo para pensarlo, estuve a punto de responder: "nadie es perfecto" (reconozco el copy íntegro para el genial Billy Wilder), pero me mordí la lengua e intenté que la respuesta no pareciera cínica. "Me gustaba mucho la serie Lou Grant". Y creí haber quedado como un tipo instruído e interesante.

"¿Lou Grant, quién es ese?" , respondíó, y sin apenas segundos para maquinar una réplica demoledora volví a dibujar la imagen de Jack lemmon quitándose la peluca ante el millonario dispuesto a entregarse en cuenta y alma. "No puedo casarme contigo. No soy una mujer, soy un hombre", diría Lemmon. "No importa, nadie es perfecto", respondería el millonario en uno de los finales más redondos, inolvidables y eternos del cine.

Y eso estuve a punto de responder: "¿No sabes quién es Lou Grant?, no importa, nadie es perfecto". Pero no lo hice. Sí salió de mis labios una frase que juraría no haber dicho, pero que varios testigos certificaron oír: "¡ Qué daño hizo Lou Grant!.

Es seguro que pronuncié la frase. Tampoco es mía pero me la apropié desde que se la oí a un compañero y, sin embargo, amigo. ¡Qué gran verdad! Veías aquella redacción en tensión, aquél hombre que tenía por instinto un titular de periódico, con su calva a cinco columnas y su cara convertida en un cero perfecto - yo siempre creí que su redondez era por darle tantas vueltas a las noticias - y después de ver el primer capitulo pensaba: yo quiero ser eso. Y eso fuí.

Pero ví pocos Lou Grant en la realidad. Me hubiera gustado toparme con más, cómo me hubiese gustado que las redacciones siguieran siendo cuerpos en tensión y no oficinas funcionales. Ya no había máquinas de escribir, ni telex, ni corresponsales con chalecos acolchados, ni bebedores inspirados afilando una crítica, ni lenguas mordaces conjugando una columna brillante.

Había una atmósfera más limpia, con aroma a ambientador y a tinta de fotocopiadora, con purificadores de aire y teléfonos inalámbricos,  antes de que sobrevinieran los terminales informáticos, los móviles y los portátiles. Se evaporó el humo y se elminó el alcohol, pero también se silenció el sonido vibrante de conversaciones, llamadas y debates.

No sé si Lou Grant habría mudado su redacción por una actual, si se habría sentido más incómodo entre tanta corrección, pero habría chocado necesariamente con otra realidad: vi muchas veces a Lou Grant preocupado y presionado, pero nunca le vi entregado, ni escribiendo al dictado. Lou Grant podía ser serio, tajante, malhumorado y a veces perdía los papeles, pero jamás se convirtió en un hipócrita ni aduló a los políticos para medrar o salvarse. No pretendía otra cosa que ser periodista, en la acepción que también acuñó Kapuscinski: "los cínicos no sirven para este oficio." 

Volví al joven, que esperaba una respuesta: "Lou Grant era un tipo que no sabía ser cínico". "No lo sabía". "No te preocupes, nadie es perfecto." 

A BOTAR

Lo que nos conmueve nos hace sentirnos vivos, incluso para sufrir. Lo que nos ilusiona nos alienta a seguir. Y los que nos da alegrías nos aproxima a la felicidad. No sé si este Mundial nos conmueve, nos ilusiona o nos da motivos para la alegría, pero sí creo que es el único estímulo positivo que a mucha gente le va a hacer vibrar después de tantos meses tiritando.

Yo, que nunca he sido un buen aficionado, creo que ni siquiera aficionado, me entusiasmo con el estusiasmo de los demás. Hasta me dejo contagiar plácidamente porque pienso que a ver si de una vez por todas me inoculo el virus del balón, y me animo a saltar, a gritar y a sentir el alma de la Roja. Estoy tan cansado de desgracias sin alma, y de desgraciados sin rostro conocido, que espero impaciente ese alma salvadora y reconocible.

Quizás porque siempre he sido ajeno al poder narcotizante del fútbol, deseo más que nunca sentarme ante el televisor y evadirme siguiendo el rastro de una pelota que bota entre veintidos pares de piernas. Quizás sean las únicas patadas en mucho tiempo que nos deparen alegrías, y no una cura de urgencia.

Las otras patadas, las otras pelotas que no dejan de botar siempre sobre nuestras cabezas, y los otros entrenadores que sudan la camiseta a costa de los demás, son de equipos que juegan siempre en casa y a veces con el árbitro comprado. Uno se sienta a ver el partido y al primer minuto ya se siente expulsado. Tarjeta roja. O te pitan fuera de juego. Quieres internarte por el área, como si fueras un delantero temerario y antes de llegar a mitad de campo, zancadilla y al suelo.

Y no deja de ser una paradoja que ese juego sucio me empuje al otro juego que no sé si es más limpio, pero si más divertido. Al menos habrá oportunidad de que la zancadilla se la lleve otro, y el gol lo celebres como tuyo. El patio no está para fiestas, así que entiendo perfectamente que la gente esté impaciente y esperanzada. Nos espera un Mundial. Botarán los buenos, y no será sobre nuestras cabezas.

LA CRISIS, SEGÚN JUAN ESPAÑOL

Juan Español madruga, desayuna rápido, apenas un café, prefiere combatir el sueño y el embotellamiento con el estómago aún perezoso.  A él, como a su estómago, le cuesta despertarse, no porque sea un adicto del descanso, sino porque el trajín de su vida no le permite dormir demasiado. Se consuela pensando que el fin de semana recuperará el tiempo perdido.


Juan Español trabaja duro, demasiadas horas, pero son buenos tiempos. No es que pueda ahorrar tanto como le gustaría pero llega con comodidad a fin de mes. Se ha preparado durante muchos años para tener un trabajo que él considera digno. Ha tenido la suerte que muchos desean: es profesor de instituto público, por lo tanto funcionario, por lo tanto con trabajo indefinido. Juan es además jefe de estudios y prolonga la joranda por la tarde.


A Juan Español por primera vez las cuentas le cuadran. Y cómo es un buen momento decide comprar un coche. Podría conformarse con un utilitario modesto pero se confía y opta por una compra superior. Invierte el sueldo de un año en el vehículo. Todo son facilidades. El banco pone a su disposición dinero, créditos a bajo interés y opciones ventajosas de pago. Se decide. Firma. Se adeuda.


Juan Español piensa incluso en comprar un piso. Vive de alquiler. Los precios le han desanimado hasta ahora, pero sigue siendo optimista. Una letra pequeña a muchos años le permitiría el sueño de tener vivienda propia. Duda pero finalmente sucumbe ante la tentadora ley de la oferta: mucho donde elegir y de nuevo todas las facilidades posibles. Pregunta y se informa. Amigos y el amigo del banco le aconsejan lo mismo: compra. Y compra.


Juan Español es un consumidor agotado pero feliz. Ha ampliado su jornada con clases en una academia. No pagan mal y necesita el dinero. Es un buen momento.


Han pasado meses, solo unos meses. Juan Español vive pendiente de cosas que antes desconocía que existieran: euribor, ibex 35, pagarés del tesoro, prima de riesgo. No sabe como conciliar esa realidad númerica con sus clases de literatura.


Ahora los titulares son más preocupantes. Las cosas no marchan tan bien, pero no se inquieta en exceso. Un día recibe una carta del banco, la primera en mucho tiempo que no incluye dentro una factura. Pero es aún peor. Sus modestos ahorros invertidos en un fondo de inversión de renta variable se han reducido a la mitad. Es la bolsa, le dicen, que está loca. Ya, pero lo recuperaré, pregunta. Bueno, cuando todo se calme. Tendrá que esperar. Juan Español espera.


Juan Español ha leído que los bancos con dificultades han recibido miles de millones de euros de los Estados para sanear su balance y eliminar los activos tóxicos que antes eran igualmente tóxicos pero rentables. Eso le tranquiliza.


Un día, meses más tarde, se inquieta de nuevo. Ahora el problema no son los bancos, son los Estados. Juan Español no entiende. Sus libros de literatura son definitivamente inútiles para interpretar la realidad. Acude a su banco. Su amigo parece menos amigo, pero tiene paciencia y trata de explicarle. Está claro, Juan, no nos fiamos de los Estados, han gastado mucho dinero. Demasiado. Juan Español no sabe qué decir. Balbucea atónito. Pero lo gastaron en vosotros, no? Su amigo ya no es su amigo. Si no nos hubieran ayudado todo habría sido peor. Son tiempos difíciles Juan. Y Juan Español se queda con las ganas de preguntar para quién son difíciles, pero se calla.


Juan Español llega con dificultad a fin de mes. Ahora es un consumidor igualmente agotado pero infeliz. Ha dejado de pensar en literatura. Bucea en libros de economía y contabilildad. Decide volver al banco. Su antiguo amigo es definitivamente otro, un acreedor implacable. No hay posibles cambios en sus condiciones. Hay que estrecharse el cinturón Juan, comenta, haberlo pensado antes. Has vivido por encima de tus posibilidades.


Juan Español regresa a casa igualmente agotado, infeliz y ahora además mortificado por el remordimiento: Ha vivido por encima de sus posibillidades. Lee en los periódicos que no sólo él, muchos millones de ciudadanos consumidores y todos los Estados también lo han hecho.


Juan Español es, pese a todo, un privilegiado. A él le cuesta creerlo pero todo el mundo lo dice. Es profesor, es funcionario, tiene trabajo indefinido. No sólo ha vivido por encima de sus posibilidades, sino que conserva un privilegio inaceptable en tiempos de crisis. Piensa que el llamado milagro económico debe referirse a eso: convertir los derechos en privilegios. En su proxima nómina cobrará menos.


Juan Español ha dejado de leer la prensa y ha vuelto a la literatura. La ficción le parece más comprensible y alentadora que la realidad. Cuando va al banco siempre lleva bajo el brazo algún libro. Ya no es una visita grata. Le hacen esperar. Pero a él no le importa. Descubre tarde que la historia sólo se repite, nunca cambia. Lee “El Avaro”. Y sigue esperando…

A ESTE LADO DE LA CRISIS

A ESTE LADO DE LA CRISIS

 

No sé si existe un lugar ajeno al caos que parece regir el planeta, o si alguien es inmune a los zarpazos que la crisis deja a diario en la piel quebradiza y frágil de nuestra sociedad. Es tanta la saturación de malas noticias que a diario alimentan nuestros miedos que resulta difícil imaginar un escenario feliz poblado por gente indolente, o simplemente inconsciente del óxido que amenaza con derrumbar la techumbre de bienestar que hasta ahora parecía albergarnos.

 

Pero cabe preguntarse si todos asistimos por igual a este escenario de la confusión.

 

Quienes no somos políticos, ni economistas, ni basamos nuestro trabajo en la ingeniería financiera estamos a este lado de la crisis, un paso más cerca de la indiferencia y el hartazgo que los primeros, pero inexorablemente sometidos a sus caprichos. Contemplamos, padecemos y nos resignamos a una situación que supera nuestra capacidad de comprensión y que tampoco vislumbra un horizonte esperanzador.

 

A este lado de la crisis no hay demasiada opción para el optimismo, quizás porque la lejanía respecto de todos aquellos que deciden nos hace tener una visión más global del conjunto. Quizás se nos escape el detalle, la cifra concreta o la magnitud exacta, pero aún así se contempla un paisaje que invita a cerrar los ojos y mirar para otro lado con una mueca de decepción.

 

Entre todos los mensajes desalentadores uno espera encontrar una voz autorizada capaz de infundir sosiego, de transmitir un mínimo de racionalidad y de llamar a las cosas por su nombre. Si la estupidez de unos y la ambición de otros ha llevado a cuestionar en pocos meses el modelo de sociedad en que vivimos, es que ese modelo y esa sociedad tienes problemas más serios que el de las cuentas publicas de sus Gobiernos.

 

Se nos habla de crisis económica, de crisis de confianza, pero siempre desde el criterio contable de quién administra remesas de dinero millonarias. Sin embargo, existe otra crisis de confianza que rara vez se menciona y que resulta más dañina: la que sufre el ciudadano medio respecto de quienes nos gobiernan, especialmente cuando quienes gobiernan no son siempre los que deciden.

 

Si existe una crisis financiera no es menos cierto que ésta convive con una crisis política en la que el poder se diluye en los canales financieros con el mismo secretismo con que sus inversiones asientan o hunden economías. Y esa tormenta perfecta que conjugan las reglas poderosas del mercado y la debilidad de los poderes políticos amenaza con arrastrar en su torbellino el estado del bienestar y derechos sociales que creíamos irrenunciables.

 

Y al final, cuando los ecos de la tormenta pasen, a este lado de la crisis seremos un poco más pobres, más débiles y más vulnerables, victimas de una crisis económica provocada artificialmente, de una crisis política que desdibuja la auténtica soberanía y de una crisis social impuesta con fórceps.

 

 

Quizá, cuando todo pase, entre el remolino de lodo que provoque la tormenta aún subsista la voluntad necesaria para no cegarnos de nuevo y detectar la crisis nodriza que nutre a las demás: la crisis de valores, o moral, o ética o simplemente de sentido común. La misma que se resume en un solo mandamiento: adorarás al PIB por encima de todas las cosas.

 

De momento a este lado de la crisis sólo se oye un eco colectivo: Amén.   

 

FENÓMENO PUNSET

FENÓMENO PUNSET

Primer fin de semana de la Feria del Libro. A juicio de la multitud que ha congregado nadie diría que hay una crisis, o que ésta afecta al mundo editorial. Aunque la Feria es más que un punto de encuentro con el libro, es casi ya una cita obligada de todos los años: fin de semana, buen tiempo, parque de El Retiro, se puede curiosear, ver algún rostro conocido y de cuando en cuando comprar.

 

Ayer sábado numerosos autores firmaron por la tarde. En poco más de doscientos metros coincidían Julia Navarro, Lorenzo Silva, Javier Reverte, Clara Sánchez, Ángeles Caso, María Dueñas, Javier Marías, Donna Leon y Eduardo Punset. Sobre todo Punset.

 

Entre las casetas era difícil caminar pero había un espacio colapsado donde la gente se agolpaba en tumulto, no se podía avanzar y todas las miradas se dirigían a un punto. Haciendo un esfuerzo se intuía una madeja de pelos canosos revueltos y una mano frenética que firmaba sin pausa. Era Punset, claro. Miré hacia atrás y me di cuenta de que una vallas separaban del resto a una fila interminable de lectores ansiosos porque le firmara sus libros.

 

Ningún otro autor concitó tanta atención ni requirió semejante paciencia. Punset era diligente y atento. Mima a su público. Pregunta el nombre, entabla una conversación breve, sus palabras son escuchadas como dogmas y nunca se le ve un gesto desairado o de hartazgo.

 

Punset es un fenómeno. Después de ayer no me cabe duda. Lo es por sí mismo, como personaje, y también como mito, como gurú, como un divulgador que ha traspasado la frontera de un mundo lejano y hostil para acercarlo al público y hacer de las grandes leyes naturales que nos rigen un ejercicio  ameno de comprensión y conocimiento.

 

Sólo Punset habría convertido en best seller un libro como “Viaje al poder de la mente”. Y al final, uno comprende aquella vieja lección de la teoría de la comunicación que estudiábamos en la Universidad: el medio es el mensaje.

 

No muy lejos de su stand otro rostro conocido rumiaba en silencio una decepción evidente. Xavier Sardá firmaba libros, pero nadie acudía a su encuentro. Una señora mayor se acercó. Me llamo Amparo. Sardá sonrió y firmó para volver a continuación a un mutismo incómodo. Media hora después Sardá se levantó: “Señores, tengo que irme”, y se fue dejando un stand repleto de libros y ausente de lectores.

 

El poder de la mente, diría Punset, es impredecible.

 

 Javier Juárez

LA SOLEDAD DEL NÚMERO PRIMO

LA SOLEDAD DEL NÚMERO PRIMO

Gregorio se despertó sin saber que el mundo había cambiado. Le gustaba levantarse al amanecer, reposar el desayuno, acicalarse con esmero frente al espejo sin descuidar el arreglo diario de su mermada cabellera, y vestir trajes elegantes que ofrecieran la imagen que de él esperaban los demás y que con tanto empeño había mimado: un hombre elegante, tranquilo y serio. Gregorio se veía a sí mismo como el reflejo genuino de su tiempo.

Aquella mañana nada hacía presagiar el derrumbe del que sería testigo. Al salir, le sorprendió  que el portero que habituaba a despedirle desde el umbral no saliera a hacerlo. Después encontró cerrado el puesto de prensa donde a diario, fuera invierno o verano, se aprovisionaba de varios periódicos. La mayoría únicamente los ojeaba pero devoraba la prensa económica  con pasión de inversor rentista.

Los pasos que le separaban de la cafetería los recorría sin prisa, atento al tráfico. Pero esa mañana nadie circulaba. Una neblina tibia había sustituido el remolino de humo y polvo que envolvía la avenida en la hora punta, y el silencio parecía más estremecedor que el eco de decenas de rumores que siempre resonaban en el inicio del día, en el momento en que la ciudad se sacudía el letargo de la noche y de sus calles brotaba una marea imparable de voces y pasos.

Por primera vez advirtió una sensación de extrañeza. El silencio, la ausencia, la monotonía del vacío en la calle le hizo pararse. A un lado y otro el aspecto era igualmente desolador. Nadie, nada. La extrañeza creció hasta hacerse angustia.

Perplejo, comenzó de nuevo a caminar, los ojos fijos en la vida inerte del asfalto desnudo, en las aceras solitarias, abandonadas a una suerte inquietante. Comenzó a tener miedo. Las preguntas que se hacía no le tranquilizaban porque de cada duda surgía una certeza terrorífica.

Ya no caminaba, andaba en zancadas largas y precipitadas, sin mirar donde pisaba, presa de un arrebato de demencia que se aceleraba con la visión del caos en que se había convertido su mundo. Recurrió al teléfono móvil pero aparecía misteriosamente apagado. ¿Cómo explicarme esto? No dejaba de preguntarse sin dejar de mirar alrededor, sin rumbo fijo, incapaz de orientarse en aquel desierto urbano.

La primera reacción fue deshacerse de su abrigo, incómodo y caluroso, y así poder acelerar sus pasos en un sentido incierto. Se volvía hacia atrás confiando en que alguien apareciera, en que algo confiriera cierto orden y permitiera una mínima esperanza.

Entonces, de repente, se paró. Bajo sus pies se agitaba una hoja de periódico del mismo diario económico que solía leer. Reparó en que el color amarillento del papel se había ennegrecido, como si llevara mucho tiempo revoloteando en el asfalto. Un titular era aún legible: “Las bolsas se hunden, la moneda se desploma y la inversión huye”. Miró atónito la fecha, era la edición del día anterior.

Necesitó releer una y otra vez la información y la fecha. No podía ser. Estaba seguro de que había un equívoco. El día anterior era ayer, y ayer la calle bullía, yo mismo hice este recorrido, compré la prensa, tomé mi café, anduve mi paseo matinal y entré en el banco a la misma hora de todos los días. Y como todos los días, todo era normal.

Decidió dirigirse a la sucursal y comprobar su estado. La puerta estaba cerrada pero él tenía su propia llave. Al menos eso no ha cambiado, pensó aliviado, mientras la cerradura cedía al movimiento de su mano. El vestíbulo estaba desierto pero en orden, incluso impecable, demasiado diáfano y límpido en relación con el desorden provocado por el abandono del exterior. Cerró, y al hacerlo el chasquido del cerrojo resonó en su cerebro, se apoyó sobre el cristal y por primera vez desde que salió a la calle respiró honda, profundamente. No era un suspiro de alivio, sino una necesidad; el desahogo que le permitía aunar fuerzas y superar el temor.

Casa paso sobre el mármol, con su eco rígido, le perseguía como una sombra sonora que se deslizaba con él y marcaba su ritmo. Llegó hasta su despacho, su armario, su mesa, apartó la silla con nerviosismo y vio un pila de periódicos que por el volumen debía acumular las ediciones de varios meses. Refrenó el impulso de tomar el primero a la vista, el último cronológicamente. Levantó la masa de papel y tiró con firmeza del que estaba en la base. Tuvo que sentarse cuando leyó el titular:  “Las bolsas se hunden, la moneda se desploma y la inversión huye”. La fecha, en efecto, era la de ayer.

Rastreó aterrado los números siguientes, que pasaban frenéticamente entre sus manos sin que apenas los ojos pudiesen asumir el mensaje primero alarmante y después catastrofista de sus titulares. La ecuación del horror se había cumplido con una progresión infalible. La edición siguiente siempre era más grave y negativa que la anterior. La espiral destructiva había alimentado las expresiones más tremenditas y se había nutrido de los calificativos más demoledores, hasta un extremo en que la realidad se quedó sin palabras que la describiesen. Y entonces cesaron los periódicos. El último era del 13 de agosto, cinco meses después de ayer, del último día en que Gregorio Samsa se había acicalado con esmero, vestido con elegancia, comprado sus diarios y tomado su café antes de una rutinaria jornada de trabajo.

Ya no era temor, ni siquiera pánico, un escalofrío de auténtica angustia recorría el cuerpo fornido de Gregorio, sus ojos completamente agotados, su mente exhausta, su vitalidad consumida por la certeza de sentirse expulsado de toda lógica. Entonces reparó en un sobre depositado sobre el escritorio, cubierto de una capa de polvo que podía ser de ayer, aunque  ayer ese sobre no estaba en su mesa, pero que sin comprender cómo ni por qué, sabía que debía estar esperándole desde hacía cinco meses.

Abrió el sobre con los dedos temblorosos, entre la humedad nerviosa provocada por el sudor. De su interior asomó un breve texto manuscrito, de una letra menuda e irregular, escrita con rapidez en trazos ilegibles. Era la suya. Comprobar que era su propia escritura aumentó la desazón: una carta inexistente horas antes, o meses antes considerando los acontecimientos, escrita supuestamente por él, o al menos con su letra, cuyo contenido desconocía, de cuya existencia no sabia nada, sobre la mesa de su despacho, consumió el mínimo aplomo que todavía conservaba. Era un ser desquiciado cuando comenzó a leer.

 

“Escribo esto sin saber cuándo podré leer ni en qué circunstancias. Si lo hago, si puedo hacerlo, sea cuando sea, significará que no he sucumbido.”

Se recostó contra el respaldo sin entender nada, derrotado por esa experiencia absurda y caótica,  carente de lógica, decidido a no moverse y esperar. Definitivamente vencido, sacó la cartera del bolsillo y de ella extrajo un fajo de tarjetas con un membrete en negro: Gregorio Samsa, economista. Las esparció por el suelo con los ojos cerrados.

La puerta se abrió pero no se molestó en mirar. Ni siquiera se inmutó cuando el celador empujó la silla de ruedas y se sintió transportado hacia el mismo vestíbulo diáfano que antes había cruzado. Abrió los ojos y se encontró rodeado de hombres con batas blancas y rostros comprensivos que le miraban con ternura. Reunió fuerzas para formular una pregunta: ¿quiénes sois? Soy su psiquiatra, señor Luque. Yo no soy el señor Luque y usted no es mi psiquiatra, no sé quiénes son ni qué hacen conmigo. El medico simuló un gesto y el celador continuó empujando la silla. Me llamo Gregorio Samsa y esto no tiene sentido, ninguno.

El grupo rodeó al psiquiatra mientras se enfundaba las manos en los bolsillos. Es cierto que es economista, antes era inversor, explicó al resto, pero entró en una fase crítica de esquizofrenia cuando intentó buscar una explicación sensata al comportamiento de la economía y las finanzas. Los demás rieron. Desde entonces está obsesionado con la lógica y el control. Ingresó hace cinco meses, después del último colapso, suyo y de los mercados. Está obsesionado con ser Gregorio Samsa pero se llama Roberto Luque. ¿Quién es Gregorio Samsa? Preguntó uno de ellos. No sé, concluyó mientras veía el cuerpo del paciente desvanecerse al otro lado del ventanal.

Tenga, se le cayó en el despacho, es su libro favorito. Nunca se separa de él. Luque lo cogió y lo depositó sobre las rodillas. Volvió a cerrar los ojos y se entregó a disfrutar de los primeros rayos del sol de una mañana espléndida. Un reflejo alumbró el dibujo de un insecto en la portada del libro. Encima del dibujo un nombre se perfilaba entre los pliegues de la manta con que le habían cubierto las piernas. “La metamorfosis”, Frank Kafka.

 

Javier Juárez

 

LA LEYENDA DE LOS LIBROS

LA LEYENDA DE LOS LIBROS

El acierto de los libros depende de razones intangibles, ajenas en muchos casos al márketing editorial  y al deseo de las firmas de apostar por tal o cuál autor. Ni siquiera existe un criterio establecido sobre qué es el éxito editorial. Para éstas, el éxito es contable porque depende de sus ventas: el libro exitoso es el más vendido. Pero existe otro valor menos cuantificable y más subjetivo, el de la calidad.

Supone una obviedad afirmar que no siempre los libros más vendidos son los mejores y viceversa. Pero a diferencia de las cifras, que son exactas e incuestionables, la calidad sitúa al libro ante un examen individual en el que cada lector se transforma en crítico. Tampoco la calidad admite un único diagnóstico, ya que un libro puede tener calidad literaria, calidad como ensayo histórico aunque su redacción no sea la mejor, o calidad científica.

Así pues, resulta infinitamente más complejo establecer el valor subjetivo de la calidad de un libro que el de establecer su éxito editorial. Como en cualquier expresión creativa, un mismo estímulo puede provocar reacciones dispares en todos y cada uno de sus lectores. El mismo texto que a unos conmueve o entretiene o gratifica a otros deja indiferente, aburre o mortifica.

De ahí la diferencia, en ocasiones insalvable, que separa el criterio de los críticos profesionales de el del público. Los primeros han afinado su olfato lector al extremo de hacerlo sólo sensible a aromas originales, pulcros y diferentes al gusto dominante, mientras que el lector medio se deja seducir por versiones distintas de un mismo género, a veces de un mismo tema, porque busca sobre todo un mundo genuino pero virtual, una vía de escape que trascienda de su realidad cotidiana y le permita vivir, sentir y sufrir o gozar con sensaciones que no son suyas pero que toma prestadas y asume temporalmente.

El lector al uso no hace un análisis crítico, no es su objetivo, pero dictamina con severidad. Si le gusta lee hasta el final, si no aparca el libro en la última página donde su paciencia le ha situado, y así su veredicto se convierte en inapelable cuando es negativo o generoso si la obra le ha cuativado. El lector se puede convertir entonces en un  admirador entregado, en un devorador de personalidades que viajan en blanco y negro a través del papel y compenetrarse, conocer o identificarse con el autor de un modo más directo y sincero al que nunca logrará un crítico.

Basta esa sensación para que la lectura justifique un descarte continuo de títulos hasta dar con aquél que logra agitarnos, que consigue motivarnos una sonrisa o una lágrima, que confiere al texto la prodigiosa virtud del placer de leerlo o que nos hace poseedores de una porción del tiempo y el espacio ajenos, la que nos permite vivir otras vidas y otras épocas. Y es entonces cuando la mágia de la literatura logra el efecto de convertirnos en adictos a sus efectos, y ya resulta imposible renunciar a soñar.

 

 

 

 

 

 

POBRES DE PEDIR

De entre el esperpento patrio sobresale por méritos la última cita sublime de la insigne liberal: “soy pobre de pedir”. Iguala en soberbia a aquella otra en la que declaraba compungida no llegar a fin de mes porque los elevados techos de su casa sólo eran comparables a la factura de la calefacción.  

 

En dura competencia con ambas cumbres del pensamiento político, Camps se declaraba ufano Camps “sin miedo”. Imagino a sus huestes eufóricas ante tan sobrado ejercicio de humor, valentía y arrojo.

 

Yo confieso que he de afilar mi sentido del humor para captar ironía donde sólo aprecio cinismo y frivolidad. Cabe una disculpa en mi caso, porque también reconozco que no hablo la jerga política, no entiendo sus requiebros toreros y mantengo cierta capacidad de asombro, siempre inferior a la ingente habilidad de los políticos para sorprendernos. Pero así funciona el espectáculo.

 

Y el espectáculo no admite descanso, aunque solo unos días antes el truco de prestidigitación dejara la platea tiritando: el paladín de los derechos sociales se autoinmoló en público cercenando algunas de las conquistas logradas en décadas.

 

Los más comedidos recurrieron al humor para compensar tanta agitación. Aún resonaban las voces cómicas de los amigos del alma, una nueva especie a la que sólo los políticos tienen acceso en su universo privado. Para ser amigo del alma es necesario repartir prebendas millonarias, regalar vehículos de lujo, donar caballos de carreras o, en un ámbito más modesto pero igualmente sincero, ofrecer bolsos de 800 euros o trajes sin miedo.

 

Tan propio es el lenguaje político que la tendencia obligada es la de hacer declaraciones sin preguntas. Sólo algunos periodistas avezados comprenden el sutil mensaje que traslucen sus silencios.

 

Entre tanto, el auditorio se vacía y se aleja. La gente se cansa de pobres que no llegan a fin de mes, de amigos que se entregan y no se les recompensa, de sastrecillos valientes que son víctimas de pérfidos jueces o de sufridos gobernantes que se sacrifican sin piedad. La gente se hastía de ver tanta desgracia ajena, es natural que les den la espalda, prefieren refugiarse en su bienestar diario. Somos así de egoístas.

LAS FORMAS DE LA LUZ

LAS FORMAS DE LA LUZ

No soy níngún experto en pintura así que mi opinión es la de un profano curioso. Tan profano que he descubierto por primera vez la obra de Guillermo Pérez Villalta, y al hacerlo he comprobado también, para escarnio de mi ignorancia, que es un referente del arte contamporáneo español. He pretendido compensar mi torpeza, una más, con un ejercicio de rendida admiración por el pintor gaditano.

Guillermo tiene por cualidad un estilo personal reconocible en cada una de sus obras. Son luminosas, coloridas, con abundancia de formas geométricas y cuerpos amorfos, impersonales. La primera impresión es la de un golpe de luz salpicando los ojos, una ventana que te atrae y te invita a mirar a través de ella con la certeza de asomarnos a un universo diáfano. Creo que es imposible ver uno de sus cuadros en la distancia y resistir la tentación de acercarse. 

Nos arrastra el magnetismo casi físico que brota del trazo de las formas y de la poderosa visión del conjunto. La reacción primaria es la de fijar nuestra mirada en los detalles, recrearnos en las figuras dalinianas que se deslizan, buscar la nitidez de un color que se descolora progresivamente, e incluso, casi reprimiendo el gesto infantil, tentarme la mano para impedir que la extienda sobre el lienzo y palpe la superficie rugosa.

No lo hice, pero faltó poco. Ganas tuve. También me reprimí a la hora de pedir precio de alguno de los cuadros, aunque fuese el más pequeño. Imaginé que la menor de sus cifras superaría en mucho la mayor de las mías. Así que me quedé plantado en mitad de la sala, (luego me di cuenta de que sólo un torpe profano haría eso) y disfruté como pocas veces de la gran verdad del Arte: la belleza es placer.

Javier Juárez

EL DESIERTO DE SAL

EL DESIERTO DE SAL

Hernán Rivera Letelier ha ganado el último premio Alfaguara con la novela “El arte de la resurrección”. Sólo he leído de ella alguna reseña y la entrevista con el autor que hoy publica “El País”. Relata sus experiencias como trabajador de una mina de salitre en el desierto chileno de Atacama durante treinta años.

El desierto de Atacama al norte de Chile pasa por ser uno de los más inhóspitos del mundo, y las minas de salitre y cobre que hay posiblemente sean de los lugares más duros para trabajar; por el clima, las condiciones del trabajo, y la presión que tradicionalmente han ejercido sus propietarios. Estas minas han sido focos generadores de movimientos sociales y luchas laborales. Recorriendo estos lugares durante su viaje de iniciación por América Latina Ernesto Guevara cobró allí conciencia de las desigulades sociales y radicalizó su compromiso. Tras su paso por Atacama nació la leyende del Ché.

Pero me llama sobre todo la atención que alguien pueda extraer de esa experiencia vital, que muchos considerarían incompatible con una vida plena, feliz o creativa, un elemento positivo, moldearlo a su antojo, y convertirlo en materia prima excelente sobre la que elaborar una obra literaria.

Letelier es una excepción, pero una excepeción esperanzadora. La que demuestra que el hombre sigue siendo capaz de elevarse sobre la dificultad, imponerse a un destino impasible y erigirse como vencedor frente a una lógica ante la que muchos sucumben.

Me quedo con esta frase:   Éramos pobres como ratas y andábamos a patadas con los piojos, pero tuve la infancia más feliz del mundo porque el desierto era mi patio de juegos.

EL TERCER HOMBRE

EL TERCER HOMBRE

 

 

 

Ahora que Cannes es capital del cine, quiero hablaros de mi película preferida, aquella que siempre que la veo me sorprende, aunque conozca los diálogos, sepa el desarrollo de la historia y conozca el final, poco habitual por cierto pues ni es feliz ni previsible. 

Se trata de “El Tercer Hombre”, película británica dirigida por Carol Reed en 1949, con Orson Welles y Joseph Cotten como actores protagonistas. Una desconocida Alida Valli borda el papel de mujer desamparada y engañada.

 

La historia, ambientada en la Viena de posguerra, podría tener, como tantas otras, cualquier ubicación y cualquier momento. El argumento es intemporal porque trata de la traición: a la amistad, al amor y a su país. No debe resultar fácil tanta capacidad para el engaño, pero Orson Welles, impagable en el papel del pérfido Harry Lime, asume el mal con la misma naturalidad con la que su amigo Holly Martins (Joseph Cotten) se niega a aceptar la conversión perversa de su amigo.

 

Entre sombras, Carol Reed nos conduce por una Viena en ruinas y dominada por las tinieblas. De ellas surge siempre un esquivo Welles, aflorando en sus ojos la expresión inequívoca del hombre frío, en su boca la sonrisa cínica del villano seductor, y cuando eso ocurre, aunque sea a media luz, oculto y casi envuelto en un aura fantasmal, la pantalla se rinde a su presencia absoluta. Welles desborda el relato y ante él, el espectador contiene la respiración, nos perturba.

 

Ni siquiera en la última secuencia Reed concede un respiro. La turbia historia de amor de Welles con Valli se solapa con el enamoramiento tierno del ingenuo Cotten. Tras la muerte del primero, Valli avanza por una avenida arbolada, solitaria, entregada a la decepción: su hombre la ha traicionado, pero ella disculpa su traición. Cotten espera a lo lejos, apoyado en un coche, el ala del sombrero ligeramente inclinada, paciente, impaciente, esperanzado de que ella, a su paso, se detenga, le mire y le corresponda con una mirada de complicidad. El principio, quién sabe, de otras complicidades esta vez sinceras. Valli se acerca despacio, no tiene prisa, no parece urgida de mayor compromiso que la tristeza. Llega a la altura de Cotten, él todavía confía en un gesto, pero ella no se detiene, no le mira, ni siquiera hay un mínimo adiós, ni ninguna otra palabra de consuelo. Su indiferencia consume los últimos segundos del film hasta que los créditos nos sumergen de nuevo en la música inolvidable de Anton Karas.

 

La historia cinematográfica del Tercer Hombre tuvo su continuidad en la realidad. Graham Grenne, autor de la novela y del guión, había trabajado en los servicios de inteligencia británicos durante la Segunda Guerra Mundial. En ellos había entablado amistad con Kim Philby, agente del MI6 y al tiempo un eficaz espía de la Unión Soviética. Philby, el mejor agente infiltrado en Occidente por el KGB, fue para muchos el modelo encubierto en quien se inspiró Greene para su personaje. Si lo fue, el autor conservó siempre el secreto.

 

Años después, en 1963, cuando Philby fue descubierto y hubo de huir apresuradamente a Moscú escribió una postal navideña a otro amigo, también agente del MI6 destinado en Madrid, llamado Desmond Bristow. Semanas antes también se habían refugiado en la URSS otros dos agentes dobles, Guy Burgess y Donald McLean, ambos cómplices y amigos de Philby. La postal mostraba la estampa inocente de los tres Reyes Magos dirigiéndose a Oriente. Al dorso, Philby escribió:”Querido Desmond, creo que no nos veremos en un tiempo. Te quiere, Kim”. Bristow no tardó mucho en descubrir el mensaje sutil que  contenía: Philby era el tercer hombre, camino del Este, camino de Moscú.

 

Y Orson Welles volvió a sonreír …

"Recuerda lo que dijo no sé quién: En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos... Pero también Miguel Ángel, Leonardo y El Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!"

(Harry Lime en El Tercer Hombre)

 

MAYO DE SEMANA SANTA

MAYO DE SEMANA SANTA

 

De todas las imágenes de esta semana de Penitencia el País publica hoy una que contiene toda la carga probatoria de los tiempos que vivimos. Un funcionario, como un nazareno en procesión, abandona la Audiencia Nacional llevando con él una lámina del Guernica de Picasso que adornaba el despacho del juez Garzón. Más que simbolismo, este paso procesional encierra la paradoja última de un fracaso. Ha triunfado el mal frente al bien, así de sencillo. No tanto porque el juez Garzón simbolice para muchas personas la Justicia como derecho universal frente a la justicia como institución, sino porque se han antepuesto los resquicios legales para dictar un veredicto predeterminado. Se ha impuesto la legalidad, forzada y dudosa, frente a la legitimidad.

Para llegar a este punto no se hurtado ninguno de los ritos de la liturgia: también ha habido un sínode de leguleyos, un Herodes, un Pilatos, una sentencia, un vía crucis y una crucifixión. Y ahora, cuando ya avanzamos hacia el domingo de resurrección, el Guernica abandona la Audiencia Nacional, el último paso por procesionar, la metáfora triste de que es posible cometer dos veces el mismo error y de que, como dijo Camus, "uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa". 

Material inédito

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Guerra/Civil/Cartier-Bresson/elpepicul/20100514elpepicul_1/Tes

Los Cuerpos Divinos

Los Cuerpos Divinos

 

Siempre es un placer leer a Guillermo Cabrera Infante. Su última novela "Cuerpos Divinos" rastrea la Habana de los años cincuenta, recorre los rincones mágicos y nostálgicos de la ciudad, describe la agonía de la dictadura de Batista y sólo al final, por una cuestión cronológica, relata el triunfo de Castro y sus primeros meses en el poder.

El protagonista es el propio Cabrera Infante, un periodista sin nombre, crítico de cine de la revista "Carteles", y vividor incombustible de la no menos inagotable noche habanera. El autor define la obra como un retrato sentimental de una vida consumida por el cine, la política y las mujeres. Hay todo un despliegue de mujeres, todas las que en un momento u otro prendieron en el carácter apasionado de un joven Cabrera Infante. Cada página está salpicada de descripciones femeninas, de las virtudes carnales de sus amantes, de una infidelidad que reconoce compulsiva y de cómo la vida, en su juventud, resultaba incomprensible sin la eterna compañía de un cuerpo de mujer.

Y así, saltando de cama en cama, Cabrera nos permite viajar a un tiempo definitivamente perdido. Cada conquista incluye un retazo de La Habana o de Cuba, y el conjunto alumbra la visión lúcida de un país sumido en la dictadura e ilusionado por su derrocamiento. Cabrera era un periodista comprometido, bien relacionado con los tres grupos que lideraban la oposición a Batista: el Directorio Revolucionario, el Movimiento 26 de julio (dirigido desde Sierra Maestra por Fidel Castro) y el Partido Comunista, que años antes había colaborado con Batista.

Cabrera conocía a Castro desde antes del inicio de su Movimiento, cuando el primero frecuentaba las tertulias literarias del Paseo del Prado, y el segundo pertenecía a uno de tantos grupos que practicaban el gansterismo político. Cuando se sentaba alzaba el costado de la chaqueta y se distinguía la culata del revólver.

Volvió a verlo personalmente tras el triunfo de la Revolución en enero de 1959. Carlos Franqui, amigo del escritor y director de Radio Rebelde, la emisora que propagó el mensaje revolucionario desde Sierra Maestra, le nombró director del diario Revolución (el actual Granma) y después responsable de su suplemento literario.

Pero el idilio duró poco. Antes que que la deriva política de Castro, fue su talante personal el que sembró de dudas la opinión de Cabrera Infante. Le acompañó en varios viajes oficiales y en ellos ya brotaban sin complejos todos los rasgos del tirano: el desdén hacia los demás, el egocentismo, la desconfianza y un personalismo patológico que identificaba el destino de Cuba con el suyo.

El desencuentro fue definitivo tras la emisión del documental "La Habana P.M.", rodado por el hermano de Cabrera Infante; un simple ejercicio de realismo que mostraba la noche de la Habana. Demasiado frívolo y burgués. Prohibido y etiquetado como contrarevolucionario, fue la primera víctima del totalitarismo castrista.

Después llegó la ruptura y el exilio. Desde mediados de los 60 Cabrera Infante no volvió a Cuba. Se refugió primero en España y después en un húmedo y plomizo Londres, tan alejado del trópico que la nostalgia le inspiró las páginas más hermosas y genuinamente cubanas escritas sobre la isla. Ningún escritor del interior fue tan cubano como él, tan entusiasmado por el habla popular y el carácter habanero. Toda su obra es una añoranza de la ciudad, desde "La Habana para un infante difunto" a "Tres Tristes tigres", incluyendo los textos inéditos publicados tras su muerte ("Cuerpos Divinos" es el último de ellos).

Hoy, que un grupo de artistas e intelectuales ha presentado un manifesto exigiendo la apertura democrática de la dictadura cubana, me he acordado de Cabrera Infante, de su eterna nostalgia, de sus crisis nerviosas en el exilio, del carácter taciturno que le provovó la ausencia, del elogio siempre dispuesto para referirse a su ciudad, del humo del tabaco que le permitía refugiarse en una niebla con aroma a Cuba, y de las mujeres que adornan su literatura y su vida. Sus Cuerpos Divinos.